Por Enrique Del Risco
No se me ocurre con qué comparar la lectura de Carlos Alberto Montaner en mis años cubanos. La imagen de los cristianos que acceden a una página de la Biblia contrabandeada al interior de su celda es demasiado elemental aunque se le asemeje en secretismo, deslumbramiento y emoción. Pero más que dirigidos a exaltar alguna fe los artículos de Montaner eran continuos llamados a la razón y a la decencia. A su manera ejemplar, sus textos nos recordaban que toda la rabia del mundo no justifica la renuncia a razonar, ni a adoptar una ética que no se correspondiera con un razonamiento equilibrado ni con un elemental sentido de la justicia. Si buena parte de la intelectualidad latinoamericana se desentendía de las atrocidades del castrismo para concentrarse en atrocidades similares cometidas por un Pinochet o un Videla, Montaner no veía por qué unas debían ser peores (o mejores) que las otras. Y si eso lo decía alguien que había sido perseguido por el castrismo desde la adolescencia y a quien se seguía demonizando en aquellos noventas en que lo leíamos furtivamente en La Habana ¿qué derecho teníamos a poner la rabia por delante de la razón?
La visión expandida y penetrante de Carlos Alberto Montaner también nos ponía en contacto con otros temas que entonces nos parecían menos urgentes. Como el de morir en el exilio. De todos aquellos recortes que contrabandeábamos en La Habana de la primera mitad de los noventa, en una era anterior al internet, ninguno recuerdo mejor que el que me pasó un amigo arquitecto a la entrada del cementerio en el que trabajábamos. En él Montaner lamentaba la muerte del gran historiador cubano Leví Marrero, una muerte más lamentable, nos decía, por ser el autor de la monstruosa serie de catorce volúmenes sobre el pasado nacional quien falleciera desterrado de la isla que conoció y describió como pocos.Llegué a conocer a Montaner no mucho después de mi lectura de aquel artículo tras mi llegada a Madrid donde el escritor vivía desde hacía décadas. Por entonces el cubano se codeaba con el futuro premio Nobel Mario Margas Llosa y con el inminente jefe de gobierno español Jose María Aznar. Días en que la aparición del Manual del idiota latinoamericano… y español, escrito junto a Plinio Apuleyo Mendoza y Álvaro Vargas supuso un estremecimiento para el mundo intelectual de la lengua. Una sacudida necesaria pero no por eso bien recibida. La minuciosa disección que hacían los autores de esa difundida especie de intelectual que, —lejos de haber aprendido algo de la ejemplar implosión del comunismo europeo— insistía en principios desastrosos para la humanidad donde quiera que se hubieran aplicado, apenas fue respondida con un escolar “más idiota serás tú”. Aquella advertencia inteligente y mordaz —que en las horas más bajas de la “Gran Marcha Hacia Delante” de que hablaba Kundera pudo parecer tautologica— ha terminado siendo profética. La idiotez latinoamericana no solo no ha desaparecido sino que avanzó muchísimo desde la aparición de aquel libro. Pero a Montaner nunca pareció desanimarse ante el incansable vigor de la estupidez humana e insistió en ilustrarnos casi hasta el final de sus días.
Al contrario de buena parte de los escritores que he conocido, la estatura de Montaner se acrecentaba cuando se le conocía de cerca. La elegancia y tersura de su prosa era un reflejo atenuado de la elegancia y sobriedad de su persona. Una contención que no limitaba su gracia y jovialidad sino que le daba una dulzura expresiva y una civilidad que no he conocido en nadie más. Al salir de uno de nuestros encuentros un amigo que me acompañaba, ya frente a los elevadores del edificio me susurró “Es un caballero”. Como si se tratara de un secreto que debía quedar entre nosotros. Un caballero cubano, aunque le parezca un oxímoron a los que nacimos en la Cuba desgreñada y chusma que sigue siendo hoy.
No solo era Montaner cubanísimo en sus ademanes cuidados, en su gracia, en su conocimiento extenso y profundo del país, en su sabiduría, en su insaciable curiosidad y en su sorprendente humildad. Montaner era Cuba. Pero una Cuba de la que ya hemos olvidado su posibilidad de ser y ahora, en ausencia suya, no creo que podramos recuperar. La presencia de Montaner imponía un respeto instantáneo, pero al mismo tiempo con su suavidad y sus mañas de buen conversador eliminaba toda distancia para hacerte sentir como a un igual. Quizás fue por eso que cuando en nuestra única comida juntos propiciada por esa otra encarnación de Cuba que es Paquito D’Rivera me atreví a soltarle una broma. A él, al Enemigo Número 1 del castrismo, al Anticastro mismo le susurré cuando iban a tomarnos una foto: “Tenga cuidado, que esta foto conmigo puede comprometerlo”. Y a diferencia de aquellos que andan demasiado tiempo encaramados en su propia importancia, Montaner de inmediato entendió la broma y rio de buena gana.
Cada vez que alguien me dice “Me gusta como escribes, pero no estoy de acuerdo con todo lo que dices” me carcajeo por dentro. Extraña pretensión esa la de estar de acuerdo con todo lo que piensa otro cuando muchas veces uno no concuerda siquiera con lo que dijo tiempo atrás. Posiblemente Montaner y yo estuviéramos en desacuerdo en muchos asuntos pero creo que coincidíamos en las cuatro o cinco cosas fundamentales que conforman la visión de cualquiera frente al mundo. Siempre ajeno a los extremos su opinión sobre cada asunto importante era minuciosamente razonada.
Montaner era al mismo tiempo firme y tolerante y no permitía que su cortesía exquisita le impidiera dejar claras sus diferencias con el interlocutor, pero —cosa rara en el ámbito intelectual— no se tomaba el disentimiento como ofensa personal. Nunca se dejó seducir por presión del número o de los tiempos, ni siquiera al final de su vida, cuando su debilidad física quizás invitara a un descanso mental. Así, no tuvo miedo de contradecir ni el entusiasmo mayamés por Trump ni el latinoamericano por Petro detalles por los que muchos no lo perdonarán nunca. Para alguien tan ajeno al odio visceral como Montaner los ataques que recibió entonces debieron parecerle una prueba adicional de que la razón seguía estando de su parte.
La más joven generación cubana, crecida en la isla bajo el bombardeo incesante de la propaganda oficial contra Montaner supondrá que algo de verdad habrá en el terroristalacayodelimperialismo con que se le representaba en Cuba. Y estarán equivocados. Cuando se trataba de presentar a Montaner los medios cubanos impecablemente falsos. Aparte del nombre y la fecha de nacimiento mentían en todo lo demás. Para esos jóvenes nunca será tarde para empezar a leerlo.
La muerte de Carlos Alberto Montaner —que a pesar de sus ochenta años cumplidos y de la enfermedad que lo aquejaba puede parecernos demasiado temprana— es una muestra más de su compromiso con la razón. A alguien que hizo de la lucidez y su ejercicio el sentido de su vida le debió parecer insoportable la idea de existir sin ella.
Si cada vez que muere un gran cubano recuerdo aquel artículo de Montaner sobre Levi Marrero ahora, a la muerte de su autor se siente multiplicada esa falta sin fondo de la que hablaba Vallejo. Una circunstancia especialmente triste porque en aquella fecha tan lejana como nos resulta 1995 —cuando ya llevaba 35 años de exilio— Montaner no podía imaginar que 28 años después él también moriría lejos de la patria a cuya libertad había consagrado toda su vida. Sin conseguirla. Triste porque con Carlos Alberto Montaner se nos va una posibilidad de Cuba que él encarnaba como nadie y porque cualquiera que sea el futuro cubano se las tendrá que arreglar sin su lucidez ejemplar.
Lo descubrí a través de Libro Abierto en Radio Martí donde debatía temas sobre democracia y liberalismo. Todos los jueves sintonizaba sin falta el programa estelar que nos abrió los ojos a toda una generación. Siempre digo que tenemos una gran deuda con CAM: nos enseñó a pensar con sapiencia y un increíble sentido del humor. Gracias Carlos Alberto.
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