Por Josep Pla
UNA SALIDA AL CAMPO
Gracias a estos amigos catalanes de aquí, poseedores de magníficos coches —los señores Bernades, Civil y Alemany—, he podido salir un poco de La Habana y visitar el paisaje de la isla de Cuba en una discreta profundidad Para nosotros, que manejamos la moneda que el destino nos ha deparado, Cuba es económicamente inasequible. Les doy las gracias a estos señores tan amables. Mejor dicho, les digo: Dios se lo pague, porque mis posibilidades devolutivas son escasas. Yo les deseo a ustedes una inmensa prosperidad y que la zafra sea abundante.
El paisaje que he visto de la isla de Cuba contiene una orografía muy amable. Es un país llano, ligeramente ondulado, de un verde perenne, lustroso, bruñido, radiante. Esto hace que el paisaje sea un poco monótono, porque el verde dado a chorros, como en este caso, es literalmente impintable. Sobre estos campos de un verde obscuro se levantan las palmeras reales.
Cuando se conocen las descripciones del P. Las Casas sobre esta isla y se compara aquel paisaje con el actual, uno queda como aterrado. Según el referido testimonio, Cuba era un país cubierto literalmente de árboles nobles, que no dejaban pasar el sol, que creaban una fronda separativa entre el clima del trópico y el terreno de base. Decir que este paisaje ha sido esquilmado sería decir muy poca rosa. La palabra es ésta: el paisaje ha sido arrasado. Es imposible encontrar un árbol noble: ni la caoba, ni el teque, ni el jacarandá, el árbol de tierra firme que existió en la isla de Cuba y del que no hay ni rastro. Han quedado diseminados sobre el verde del terreno, la palmera real, árbol prácticamente estéril, que da sólo el palmito, que comen los cochinos; la palma real es un magnífico árbol, un surtidor botánico, que a veces, combinado con sus vecinos, produce como liras arbóreas; al lado de sus troncos firmes, que parecen de cemento armado, nuestras palmeras tienen una decrepitud y envejecimiento permanente e ineluctable. La palma real está a veces rodeada de un parásito bellísimo, el filodendro, que llega a veces a ser tan activo que acaba por comerse la palma. Otros árboles de lujo son los flamboyanes, con su floración a veces azulada, a veces rosácea, y los hibiscus, aquí llamados marpacíficos, de coloraciones espléndidas, azuladas, magenta, acarminada.
| Jardines de La Tropical |
Quedan, por tanto, los árboles decorativos y de vistosidad. Las maderas buenas han sido implacablemente destruidas. Se han podido salvar algunas ceibas, porque para la gente del campo éste es un árbol tabú —que si se destruye puede producir desgracias—. Esta avidez de destrucción se comprende viniendo de la Península: la destrucción arbórea de la España central —que es el fenómeno histórico mayor de nuestro país— ha tenido en Cuba una proyección literalmente exacta. Pero si aquello fue destruido, ¿cómo no había de destruirse esto estando situado a cinco mil millas de impunidad?
La destrucción de la botánica ha creado el clima actual de Cuba —ha creado el contacto directo entre el sol del trópico y la tierra—. El sol sería muy distinto si tuviera que pasar por el filtraje espeso de los árboles. Mi idea es que los indígenas que habitaron esta isla antes de la llegada de los descubridores vivieron infinitamente mejor que los cubanos más ricos de la actualidad. Llega un momento en que el calor en la isla es literalmente asfixiante. ¿Cómo no ha de serlo, si las sombras son tan débiles y escasas?
El arrasamiento arbóreo de la isla ha creado una manera de ser: el odio a los árboles. Es el círculo vicioso observable en todos aquellos lugares donde los árboles fueron destruidos. En las maravillosas quintas de Marianao y de Miramar se construyen jardines como si los árboles no existieran, como si Cuba no fuera un país tropical, como si el jardín más adecuado fuera el de Los Ángeles o el de Dinamarca. Los arquitectos y los jardineros aplican a Cuba las fotografías de “House and Gardens” —o sea, fotografías exóticas, totalmente desplazadas—. Las combinaciones que podrían hacerse de sol y sombra con los árboles tropicales son prácticamente desconocidas. La extranjerización produce la pura ignorancia. Si no se hubiera inventado el aire acondicionado, estos magnates del peso que se hacen construir casas de madera apaisadas, de planta baja, lo pasarían muy mal.
Se dice aquí que el primer negocio es la caña de azúcar; el segundo, la política; el tercero (ya muy por debajo), el tabaco. La cosecha del año pasado produjo a Cuba siete millones de toneladas de azúcar, los cuales, terminadas las guerras, no acabaron de venderse en su totalidad. Este año el Gobierno ha limitado la zafra (la cosecha) a cuatro millones de toneladas, para mantener los precios. Cuba está siempre así: pasa de las mayores alturas de la prosperidad a la miseria, o casi. Y es que en Cuba el atraso de la agricultura es fenomenal. El terreno es riquísimo, no hay más que rasgar literalmente la tierra para sembrar, no se necesitan abonos, se dan tres cosechas anuales, llueve en verano casi cada día. Suele llover casi cada día a primeras horas de la tarde —un chubasco que cae desde un cielo obscuro y aborrascado, con pirotecnia eléctrica—, chubasco que refresca la atmósfera un momento y que al día siguiente, por evaporación del agua de la tierra, crea las mañanas de Cuba, irrespirables. A pesar de estos fenómenos básicos, este país, debido a su atraso agrícola, pasa de la prosperidad a la miseria sin casi solución de continuidad. Todo depende de una sola cosa: de la cosecha de azúcar y de su venta. No es necesario decir que los años de prosperidad del país coinciden con las etapas de guerras y perturbaciones mundiales.
| Central Fajardo, Quivicán |
He oído decir a personas conocidas por su información, que la colonización agraria se produjo mal, fue realizada por indígenas (generalmente esclavos) bajo propietarios generalmente gallegos o asturianos. A estos importantes connacionales no se les puede negar la tenacidad y el gusto del trabajo. Pero quizá sus conocimientos agrarios no sean tan importantes. Se dice en Cuba que si la colonización la hubieran realizado catalanes y valencianos se hubiera podido producir un país de pluricultivo que hubiera puesto la isla al abrigo de sus crisis intermitentes. Recojo lo que me han dicho. Valencianos hay poquísimos en Cuba. Los catalanes se dedicaron al comercio, que es la característica del país, y muchísimos triunfaron. Los catalanes han dejado un recuerdo de dureza y de seriedad, precisamente por su poca tendencia al relajo. ¿Será posible eliminar el relajo en Cuba? Ello lo dirán los norteamericanos.
Me acuerdo ahora de aquella vieja canción de negros y mulatos de los bohíos y de los ingenios de caña que tiene un fondo económico tan acusado:
¡Yo no tumbo caña,
que la tumbe el viento,
que la tumbe Lola
con su movimiento!…
Esta es una vieja canción deliciosa, ¡una vieja canción, chico, de relajo! ¡En Cuba las criaturas se llaman viejos entre sí, y los viejos, chicos! En Cuba se habla un castellano que para mí ha sido inextricable. La nasalidad que usan en el hablar y la devoración que realizan de los finales de palabras crean variantes fonéticas sensacionales. La persona de aspecto acomodado es llamado por el pueblo comandante o doctor. “¡A sus órdenes, comandante!” “¡Le parqueo, doctor!”, oí que decía un negrito encargado de un aparcamiento, a un amigo que me transportaba en su “Pontiac”. Se conoce que un cubano se encuentra ante una dificultad cuando afirma: “¡No hay problema, chico, no hay problema!”.
En fin, de conjunto, la cosa es muy parecida a lo que llamamos la pura caraba.
El arrasamiento del paisaje hace que el hombre tenga una relativa defensa contra el clima. En este país tropical los árboles de los jardines de la Habana son generalmente escuálidos. A pesar del bochorno permanente, la existencia humana es muy limpia. La Habana —y Cuba entera, supongo— tiene dos momentos. Hasta las seis de la tarde la gente corriente tiene un aspecto; después de las seis —es decir, después de la ducha— aparece con un aspecto perfectamente aseado. En las casas —me aseguran— no hay parásitos. Llega uno a una casa y lo primero que le dicen es:
—¿Quiere usted ducharse?
El clima manda.
En el campo los lugares realmente frescos son los bohíos, los tejados de palma, excavados en la tierra, lo que mantiene el frescor, y dejan pasar la brisa, porque la vertiente que hacen los palmitos no llega al suelo. Los pueblos dan una inmensa impresión de precariedad. Todos son iguales. Se agrupan generalmente en las encrucijadas de las carreteras —casas con porches rectangulares de planta baja—. Los porches de las casas contiguas forman como largas galerías, en las cuales hay siempre un hombre o una mujer sentados en una mecedora, dándose un poco de aire. Los negritos y mulatos de ambos sexos suelen estar siempre —tanto en la ciudad como en los pueblos— en las esquinas de las cuadras, hablando, gesticulando o mirando con un aire pasivo y triste lo circundante. Los pueblos suelen estar rodeados de campos de hierbas, donde pacen las vacas; de campos de caña de azúcar y —en mucha menor escala— de plantas de tabaco. Los campos de papas y de maíz suelen ser también abundantes. Suelen verse también árboles frutales en abundancia. Esta fruta tropical es excelente —me aseguran— comida en el árbol. Viajada, es insípida y dulzona, porque se pasa con gran facilidad. Prefiero un melocotón —o una uva— secano de mi país, que toda esta prehistoria frutácea.
Mi querido y viejo compañero Vicente Bernades nos obsequió con un arroz criollo en el Rancho Luna, de los alrededores de la Habana. Primero apareció un cóctel inventado por un catalán, el “Daiquirí”, formado por ron, jugo de naranja, jugo de limón y hielo picado. Muy agradable. Después comimos un cóctel de frutas, insignificante. Luego llegó el gran plato: arroz a la criolla, fenomenal, sabroso-sabroso, para decirlo en plata. Nos sirvieron primero el pollo, luego, el arroz hervido; luego el mojito, o sea la salsa, luego el plátano y las papas fritas, y, finalmente, los huevos. Comido todo junto resultó sensacional, gustoso, inolvidable. Luego aparecieron los helados, el café hecho con barretina —porque en el país no hay máquinas— y a base de hervir el café con el azúcar, y, finalmente, el ron y los magníficos cigarros, sedosos, incuestionables. Una comida semejante hubiera requerido un gran vino. Pero en Cuba no hay vino más que para los multimillonarios. En Cuba la bebida corriente es la cerveza, que es —comparada con la europea (y no digamos con la alemana)— simplemente pasable. A la cerveza le ha salido un mal enemigo: la coca-cola americana. Hay aparatos para beber coca-cola en todas las esquinas. Paso.
Yo tenía de Cuba ideas absolutamente fantásticas, como lo demuestra este artículo jalonado de sorpresas. Suponía que en este país había monos y monas, papagayos, loritos y cotorras. Me hubiera gustado llegar a casa con uno de estos pajarracos. Pero no he visto nada de esto en la superficie cubana. Me ha parecido que la isla contiene escasísimos pájaros. No hay por otra parte animales dañinos, ni serpientes, ni ferocidades de esta clase. No hay de dañino más que una especie de araña, que puede encontrarse incluso en la calle. Hay una especie de buitre, que llaman la aura tiñosa, respetado, porque come los residuos de las bestias muertas. Estos pajarracos grisáceos vuelan sobre los campos verdes, a baja altura, husmeando la carroña abandonada. ¿De dónde sacaron, pues, las cotorras que transportaron a nuestro país los indianos? ¿Dónde las compraron? Me hubiera gustado regresar con un recuerdo pajaril de Cuba, pero el fracaso ha sido completo. Sospecho que la zoología se terminó en Cuba cuando fue arrasada la botánica, la selva virgen de que habla el P. Las Casas.
El tabaco, en Cuba, es excelente, es sedoso, aterciopelado, denso, impregnado de bochorno y de humedad tropical. Pero es carísimo. Las viejas familias —muchas catalanas— del tabaco han retrocedido de sus posiciones económicas tan brillantes. El Gobierno no permite importar maquinaria para las fábricas y evita de este modo la desocupación obrera, lo que encarece el producto desmesuradamente. Visité el Museo del Tabaco y la fábrica de “La Corona”. Los cubanos de ambos sexos son muy hábiles en la artesanía de producir magníficos cigarros —estos magníficos cigarros que yo, ¡Dios mío!, no puedo, por prescripción facultativa, fumar—. Es triste llegar al emporio del tabaco con una orden que dice: ¡no fumarás!
Otro de los obstáculos que hay que evitar en Cuba es la presencia de sensualidad. Yo, como todos los viajeros, he desembarcado en la Habana con unos presupuestos mentales producidos por la tradición, las viejas imágenes y todo un mundo de recuerdos, según los cuales aquí todo es fácil, asequible y barato. Es un error profundo. La Habana es una ciudad vertiginosa, activa, animada, de trabajo. Es ciertamente una ciudad agradable para los que tienen dinero; pero aquí como en todas partes, si el dinero es fácil para algunos, cuesta mucho de ganar. Se vive a la americana: todo a plazos. La pesadez del clima hace que el trabajo no sea precisamente cómodo. El tiempo es escaso para la frivolidad. Las personas de color se contonean a la primera de cambio. Las danzas son picantes. Pero esto es demasiado habitual aquí para producir un interés desusado. La sensualidad de Cuba la lleva el turista como otra maleta en su equipaje.
LA ERMITA DE LOS CATALANES EN CUBA
El papel jugado por los catalanes en la historia moderna y contemporánea de Cuba ha sido sobradamente relatado. La ciudad colonial de la Habana recuerda constantemente la Barcelona ochocentista, con algunos elementos sobrepuestos gaditanos. En la capital cubana hay una vieja institución de beneficencia llamada la “Societat de Beneficència de Naturals de Catalunya”, que tiene ciento trece años de existencia y una historia ejemplar y admirable. Es la sociedad decana de todas las similares de la Península establecidas en Cuba y las preside por derecho propio. Preside en los presentes momentos la institución don José Tous Amill, y es uno de los miembros más destacados de la Directiva don Juan Alemany, director general de los Servicios de Inmigración de la República de Cuba, cargo de gran responsabilidad.
| Antigua Ermita de los Catalanes |
La “Societat de Beneficència” poseía en La Habana la célebre ermita de Nuestra Señora de Montserrat, que, al proyectarse el monumento a José Martí, quedó afectada por las obras a realizar. La ermita era conocida en toda la isla por la Ermita de los Catalanes; era el nexo espiritual que unía a todos los catalanes de Cuba en los sentimientos y en las esperanzas de la patria lejana.
La “Societat de Beneficència” acordó construir otra ermita en el lugar más adecuado de los alrededores de la ciudad, y al efecto fue comprado un terreno junto a la doble vía que conduce a Rancho Boyeros, una ligera altiplanicie que domina con amplitud magnífica el paisaje perennemente verde de la tierra cubana. Junto a la vía de acceso transcurre un riachuelo delicioso, llamado el Cristal, cuyas riberas están como adormecidas en una densa y fresca manigua tropical.
De la ermita que fue derrocada fue salvado todo lo que tenía un valor sagrado o simbólico: algunas vidrieras de elevada calidad, el pétreo sello de la Sociedad y el monumental escudo que figuraba sobre el arco de la entrada
| Actual Ermita de los Catalanes |
Se planteó entonces el problema de saber qué estructura arquitectónica había de construirse en el terreno comprado, y entonces ocurrió un hecho que, por estar relacionado con una de mis obras, silenciaría de muy buena gana, pero que los directivos de la Sociedad me obligan a contar. Resultó, pues, que a la vista de la fotografía de la iglesia de S’Agaró y de la descripción consiguiente, contenida en mi “Guía de la Costa Brava”, algunos directivos de la Junta, sobre todo don Dionisio Civil, sugirieron que fuera una réplica de la iglesia del arquitecto Folguera la que se construyera en el terreno comprado. Aprovechando uno de los viajes a nuestro país del vicepresidente de la “Beneficència”, señor Roca Huguet, dicho señor visitó S’Agaró, quedó ante la iglesia maravillado y de parte de don José Ensesa encontró todas las facilidades. La sugestión, pues, fue aprobada.
He visitado la iglesia y he quedado asombrado del esfuerzo y de la tenacidad que nuestros compatriotas han puesto en esta obra memorable. La obra, que conserva todo el espíritu aéreo que Folguera dió a la construcción original, ha sido llevada a cabo por el maestro de obras Cuscó, que mantiene en la isla la tradición de la gracia de la construcción catalana. El arquitecto Sert, que ha visitado hace poco la ermita —Sert es uno de nuestros compatriotas más estimados en la vanguardia arquitectónica de este hemisferio—, ha hecho grandes elogios de la elegante Ermita de los Catalanes de Cuba.
Yo he pasado la tarde del domingo día 15 de agosto en la Ermita de los Catalanes de Cuba. Algunas personas de la Directiva se tomaron el trabajo de acompañarme. Fueron unas horas de emoción inolvidable.
La Evidencia es Contundente:
La Resolución de Guáimaro (30 de abril de 1869, en la foto): La primera Asamblea Legislativa de la Cuba en Armas, con la firma de próceres como Salvador Cisneros Betancourt y la sanción del mismísimo Presidente Carlos Manuel de Céspedes, envió un documento formal al Congreso de EE. UU. declarando que el "voto casi unánime de los cubanos" era unirse a la federación norteamericana. ¡Buscaban ser una estrella más en la bandera! 
Cartas a la Casa Blanca: Antes de esa resolución, el 6 de abril de 1869, líderes de Camagüey como Ignacio Agramonte ya le habían escrito directamente al presidente de EE. UU., Ulysses S. Grant. En la carta, le pedían un "decisivo apoyo" y advertían que, sin su ayuda, la estrella de Cuba en la bandera norteamericana sería "pálida y sin valor".
¿Por qué hicieron esto?
Todas lasa cartas citadas acá se encuentran en el Tomo 3 de la monumental obra "Efemérides de la Revoluciónn Cubana" (1911) de Enrique Ubieta, Habana: La Moderna Poesia, pp. 344-351.