En 1890 el cubano José Martí está en racha. Siendo ya cónsul de Uruguay en julio los gobiernos de Argentina y Paraguay lo nombran su representante consular en Nueva York. En diciembre sus colegas escritores lo eligen presidente de la Sociedad Literaria Hispano-americana de Nueva York, y Uruguay lo nombra su representante en la Comisión Monetaria Internacional Americana que sesionará en Washington al año siguiente. Nada mal para quien se ganaba la vida dando clases de español en un instituto de Nueva York y al que en su propio país lo meterían preso con solo pisar la calle.
Agosto de 1891 es decisivo para Martí. Ese mes publica en una imprenta de la calle Fulton del bajo Manhattan los Versos sencillos que repetirán los escolares cubanos en los próximos siglos y servirán como relleno de la futura “Guantanamera”. Y Carmen Zayas Bazán, su esposa, que estaba en Nueva York con su hijo desde junio, se marcha para siempre. No a causa de los poemas sino, según sus biógrafos oficiales, porque ella no comprendía la entrega de Martí a la causa de la independencia. O porque, según el sentido común que suele eludir a los biógrafos oficiales, no quería compartir marido con Carmen Miyares, la fiel amante del prócer desde hacía años.
Tras la partida de Carmen 1 Martí se entregará con renovado ímpetu a la causa. A la de la independencia de Cuba del dominio español, no a la suya respecto a alguna de las Cármenes. En octubre de 1891 pronuncia su habitual discurso celebrando el inicio de la primera guerra de independencia frente a una gran concurrencia. Esta vez llega más lejos que nunca: sugiere que los rumores de que la guerra era inminente son ciertos. Y para confirmarlo al día siguiente presenta su dimisión como cónsul de media Sudamérica.
Emigrados de todas partes empiezan a tomarse definitivamente en serio a alguien que no había peleado en las guerras anteriores. De Tampa y Cayo Hueso lo invitan a dar discursos. Allá impresiona tanto con su verba que regresa a Nueva York convertido en el líder máximo de toda la emigración. “Hay que aprovechar el embullo antes de que enfríe”, pensará Martí. Pero en palabras más bonitas. Y en 1892 funda el Partido Revolucionario Cubano y el periódico Patria para darle forma a la futura guerra.
En eso se pasará Martí los próximos tres años en Nueva York. Cuando abandone la ciudad en enero de 1895 (en secreto, pues lo persiguen detectives pagados por el gobierno de España) quien nunca había empleado otra arma que la palabra será el líder de la guerra a punto de iniciarse. No era poca cosa la palabra martiana: lo mismo convencía a generales a que lo siguieran que a humildes torcedores de tabaco a donar parte de su salario a la causa. De haber convencido a Carmen 1, la Convención de Ginebra para las Armas Convencionales le habría prohibido el uso de la palabra. Por sus indiscriminados y devastadores efectos.
De Nueva York Martí viajó a República Dominicana a reunirse con el dominicano Máximo Gómez, Jefe del Ejército Libertador cubano. Y de allí marcharon a Cuba para unirse a la guerra que acababa de estallar. En su diario de campaña Martí aparece exultante de estar de nuevo en su tierra, luchando por su libertad. El entusiasmo le duró hasta que lo mataron en el primer combate en el que participó. Pero incluso justo antes de caer del caballo tuvo un gesto para Nueva York: posar para la estatua que luego le erigieron en el Central Park.
Martí murió “de cara al sol” como anticipó en sus Versos sencillos. Con alguien tan organizado no hay quien pueda. Ni la muerte.
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