Por Alexis Romay
La Habana cumple quinientos años. La hermosa Habana: mi ciudad natal, la ciudad que me vio crecer, la ciudad de mi juventud, la ciudad de mis miedos, la ciudad de la que me escapé, la ciudad que simultáneamente me enseñó que todos los hombres (y las mujeres, pero no te pongas a pedir demasiado) eran iguales y que debería estar agradecido a la revolución pues bajo la dictadura previa alguien como yo ni siquiera sería considerado persona. La ciudad en la que aprendí que alguien como yo significaba un ciudadano con características y que ambos eufemismos eran usados para referirse a mestizos y negros. La ciudad en la que los policías que me detenían a diario por el color de mi piel eran de mi tez o más oscuros. La ciudad en la que vivía con el temor de que me fueran a matar por el crimen de caminar, en esa piel, en un país que, en teoría, había erradicado el racismo.
La ciudad que se hizo indistinguible de su gobierno. La ciudad en la que aprendí a hablar en código. La ciudad en la que perfeccioné el arte del lenguaje corporal. La ciudad en la que aprendí la importancia del subtexto. La ciudad en donde la violencia doméstica es normalizada. La ciudad en donde aprendí a amar. La ciudad en la que aprendí que el amor era aceptable siempre que no cruzara las líneas raciales.
La ciudad en la que su junta militar prohibió a Celia Cruz. La ciudad en la que no pude leer la obra de Guillermo Cabrera Infante porque sus libros estaban proscritos. La ciudad que escondió I Love Lucy de su audiencia natural. La ciudad que hizo todo lo posible por borrar los logros de los cubanos que vivían mares allende, por ser considerados contrarrevolucionarios. La ciudad en la que este texto no podría haber sido publicado ni en mis años mozos ni ahora. La ciudad en la que sus habitantes tienen el derecho a decir que odian visceralmente al presidente… de los Estados Unidos. La ciudad en la que el periódico Granma, “el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba”, publicó epítetos raciales para referirse al anterior presidente de los Estados Unidos. La ciudad que me enseñó —que te enseñó— a llamar “revolución” a una dictadura.
La ciudad que me enseñó lo que significa el odio. La ciudad que me enseñó a odiar. La ciudad en la que me inculcaron específicamente que odiara a mis parientes exiliados que vivían en los Estados Unidos; los mismos parientes que nos enviaban dinero, comida, vitaminas, zapatos, ropa; los mismos parientes sin los cuales no habríamos podido sobrevivir luego del colapso del bloque socialista de Europa del Este; los mismos parientes que no deberíamos mencionar; los mismos parientes a quienes debíamos colgarles un sambenito: gusanos.
Oh, La Habana, o lo que queda de la ciudad que simultáneamente me enseñó que el racismo había sido erradicado con la llegada de la dinastía Castro y que no era de buenos modales mencionar la raza.
La ciudad que me enseñó que yo valía menos que mis colegas blancos, que tenía pelo malo, que me tenía que casar con una mujer de piel clara para “mejorar la raza”, que los blancos que no eran inteligentes eran “una lástima de color y pelo”. La ciudad en la que mis amigos blancos me hablaban de lo mucho que querían a sus abuelos racistas y se aseguraban de decirme cuán racistas eran (los abuelos, se entiende). La ciudad en la que la madre de una amiga les inspeccionaba (in)discretamente la encía a los muchachos que querían salir con su hija para ver si la tenían demasiado oscura (la encía, se entiende); la ciudad en la que me decían que me cortara el pelo bien bajito para que no se notaran mis ancestros negros.
Los hombres le explican cosas a Rebecca Solnit. Los americanos me explican La Habana a mí.
Cuando los americanos me preguntan si puedo ir a La Habana… Fíjate que los americanos no me preguntan si he ido a La Habana o si tengo en planes ir. Me preguntan si puedo ir. ¿Tengo permiso para ir a la tierra en la que están enterrados mis abuelos? Es rara la ocasión en la que reconocen lo anómalo de la pregunta. Jamás abordan quién tendría que darme permiso o por qué tendría que pedir permiso yo en lugar de simplemente ir. Algunas veces los americanos están ansiosos por decirme que tienen un viaje venidero a la isla. ¿Hay algún lugar que deberían visitar? Pero, ¿cómo le dices a alguien, en un tono educado, que es inmoral que te traten como a un rey en un país en el que los nativos son considerados piltrafa de quinta categoría. Eso era obvio bajo el apartheid. ¿Por qué no es igual de obvio bajo Castro y sus acólitos?
He comparado a Cuba con Westworld, el documental de HBO que muestra un parque temático en el que los visitantes se permiten privilegios con los cuales sus habitantes no podrían ni soñar. He compartido ese ensayo con los viajeros en potencia. Aun así, van. Y, cuando lo hacen, se la pasan de maravilla en la ciudad en la que no quise ser padre. La ciudad que me hizo quien soy. La ciudad de la que tuve que huir para ser quien soy. La ciudad en la que no podría caminar con mi esposa sin ser blanco del acoso policial y la subsiguiente humillación por incurrir en algo doblemente peligroso para un cubano mestizo o negro: caminar de la mano de una mujer blanca y caminar de la mano de una extranjera. ¿Puedo ir? ¿Ahora que cambió el apellido, pero la dictadura sigue igualita? Para decirlo en palabras de Barak Obama, uno de sus más recientes visitantes: “quédate con el cambio”.
¿Qué hay que celebrar de una ciudad dilapidada? ¿Qué hay que celebrar de una ciudad cuya gente prefiere una balsa y noventa millas de tiburones e incertidumbre a vivir un día más bajo un régimen que ha durado seis décadas? ¿Celebración de qué? ¿Por qué no guardamos un luto colectivo ante esta tragedia?
De vuelta a la pregunta: además de hablar y escribir a placer, cosa que me hace persona non grata para el régimen cubano, hay impedimentos (meta)físicos para que visite o regrese a La Habana. En primer lugar: uno visita un zoológico, un museo, a un amigo. ¿Pero puede uno visitar su pasado? ¿Sigue ahí donde lo dejó? Heráclito nos recuerda que nadie puede nadar dos veces en el mismo río, pues tanto la persona como las aguas han cambiado. De igual modo: La Habana no es la misma ciudad de hace un par de décadas. Y yo no soy el mismo hombre.
Cuando mis amigos americanos me preguntan la edad les respondo que no tengo. Piensan que es un chiste. Pero lo digo en un sentido literal: no pertenezco a ninguna generación. Desde que me les escapé a los Castro he vivido fuera de los límites del tiempo y el espacio. Eso es precisamente la condición del exilio: existir fuera del tiempo y el espacio natural de uno.
Pero lo cierto es que viajo a La Habana siempre que quiero. Me explico: a través de la literatura, el cine, la música. Fue esa Habana, que alguna vez me perteneciera, la que me vino a la mente hace diez años cuando viví en Roma durante un par de meses. Ahora, en su quinto centenario, quiero evocar a esa ciudad en la distancia con un poema que escribí entonces y que todavía revela mi verdad:
Los pasos perdidos
—a los Mallozzi–Sammartino
Con estos zapatos
que conocen el polvo de la ciudad eterna,
que intuyeron la gloria que vivió el Palatino,
que supieron andar las veredas insomnes
de una Ostia Antica inerte,
que subieron colinas y montes y estamparon
una huella profunda que yo quise indeleble
en la bella campiña cercana a Colleferro,
que habitaron a gusto a la sombra tranquila
del barrio dedicado a ese Jano Bifronte,
que tuvieron tropiezos hasta ayer memorables
entre los adoquines y las piedras que acaso
por el correr del tiempo y los pasos ajenos
fueron desnivelados en la ruta que antaño
indicaba que todos los caminos del mundo
llevaban al viajero a la Roma que añoro,
que todavía recuerdan el susurro del río
durante esos paseos nocturnos al Trastevere
con amigos que quiero abrazar a menudo,
que marcaron un gol y luego otro y que dieron
un pase celestial y una patada injusta
en la tibia de un tipo que parlaba italiano
y no era mi enemigo sino solo adversario
en cancha improvisada en el patio espacioso
de una sobria academia
entre adultos que fueron, quién lo duda, muchachos
que corrían jadeando tras el balón de cuero
mientras la primavera imponía su encanto,
que en su afán de pisar los lugares comunes
se fueron desandando con este escriba a cuestas,
a conocer Pompeya, a husmear en Herculano,
a recorrer las calles de Piano di Sorrento,
y que un día volverán a la tierra de Dante
a recitar los versos antiguos e inmortales
que nos legó Petrarca para nuestra fortuna
y yo declamaré con mi acento cubano
mientras el sol se acuesta por siempre en la Toscana
y un buen vino acompaña las buenas compañías
y esos bellos sobrinos que no son consanguíneos
de mi hijo ni míos y que quiero a distancia
me recuerdan, qué dicha, que familia, por suerte,
no se escribe con sangre,
con estos zapatos que ahora calzo, queridos,
jamás caminaré las ruinas de La Habana.
*Tomado de la revista Replicante
que conocen el polvo de la ciudad eterna,
que intuyeron la gloria que vivió el Palatino,
que supieron andar las veredas insomnes
de una Ostia Antica inerte,
que subieron colinas y montes y estamparon
una huella profunda que yo quise indeleble
en la bella campiña cercana a Colleferro,
que habitaron a gusto a la sombra tranquila
del barrio dedicado a ese Jano Bifronte,
que tuvieron tropiezos hasta ayer memorables
entre los adoquines y las piedras que acaso
por el correr del tiempo y los pasos ajenos
fueron desnivelados en la ruta que antaño
indicaba que todos los caminos del mundo
llevaban al viajero a la Roma que añoro,
que todavía recuerdan el susurro del río
durante esos paseos nocturnos al Trastevere
con amigos que quiero abrazar a menudo,
que marcaron un gol y luego otro y que dieron
un pase celestial y una patada injusta
en la tibia de un tipo que parlaba italiano
y no era mi enemigo sino solo adversario
en cancha improvisada en el patio espacioso
de una sobria academia
entre adultos que fueron, quién lo duda, muchachos
que corrían jadeando tras el balón de cuero
mientras la primavera imponía su encanto,
que en su afán de pisar los lugares comunes
se fueron desandando con este escriba a cuestas,
a conocer Pompeya, a husmear en Herculano,
a recorrer las calles de Piano di Sorrento,
y que un día volverán a la tierra de Dante
a recitar los versos antiguos e inmortales
que nos legó Petrarca para nuestra fortuna
y yo declamaré con mi acento cubano
mientras el sol se acuesta por siempre en la Toscana
y un buen vino acompaña las buenas compañías
y esos bellos sobrinos que no son consanguíneos
de mi hijo ni míos y que quiero a distancia
me recuerdan, qué dicha, que familia, por suerte,
no se escribe con sangre,
con estos zapatos que ahora calzo, queridos,
jamás caminaré las ruinas de La Habana.
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