Por Enrisco
Imagínense la vida sin teléfonos inteligentes, ni internet y sin papel toalla. Así era en 1884 incluso en Nueva York, pero peor: la gente se alumbraba con lámparas de keroseno y hasta el más bruto de los teléfonos, de los que para comunicarte con quien querías debías primero conectarte con un desconocido, solo estaba a disposición de unos cuantos. Imagínense entonces la vida de los inmigrantes negros, pobres, caribeños.
Eso fue lo que encontró el afrocubano Rafael Serra a su llegada Nueva York. Pero no se intimidó. Venía de Cuba donde a la esclavitud todavía le quedaban un par de años para ser abolida. Allá, ante la miseria espantosa de sus compatriotas negros, había buscado ofrecerles una posibilidad de ascenso y reconocimiento social. Pero como no existía aún el reguetón se le ocurrió apelar al viejo recurso de la educación.
Para ello fundó en 1879 en su Matanzas natal la Sociedad de Instrucción y Recreo La Armonía que tenía “por objeto el socorrerse sus asociados mutuamente y establecer una escuela gratuita de niños con el auxilio de socios de beneficencia”. A las autoridades españolas en Cuba no les hizo gracia la idea de que los afrocubanos se instruyeran y al año siguiente Serra tuvo que marcharse al Miami de la época: Key West. Allí estará hasta que en 1884 marcha con su familia a Nueva York, una ciudad donde no le regalaban nada a nadie. Y menos si eras negro y extranjero.
En 1888 Serra empezó a elucubrar la creación de una sociedad “consagrada al auxilio de la clase de color”. Al año siguiente la sociedad empezó a funcionar en casa de los hermanos Juan y Gerónimo Bonilla y el 22 de enero de 1890 la llamada oficialmente “Sociedad Protectora de la Instrucción La Liga” inauguraba su sede en el corazón de Greenwich Village (74 West Third Street), a unos pasos de Washington Square. Su primer presidente será Germán Sandoval, líder de la comunidad afrocubana en la ciudad durante décadas, y en sus estatutos se propone “procurar por todos los medios prácticos, activos y generosos, el adelanto intelectual y la elevación del carácter de los hombres de color nacidos en Cuba y Puerto Rico” y “facilitar recursos a los jóvenes pobres que ya hubiesen terminado su primera enseñanza”.
En el barrio que se convertiría en el corazón de la contracultura norteamericana del siglo XX cubanos y puertorriqueños se reunían semanalmente a adquirir una cultura que fuera más allá de jugar dominó y tomar cerveza. Sus profesores eran tanto negros como blancos: entre ellos Manuel de Jesús González, Gonzalo de Quesada, Enrique Trujillo, Benjamín Guerra, el boricua Sotero Figueroa y hasta el mismísimo Dios en la Tierra y Apóstol de la Independencia cubana, José Martí.
Años más tarde Serra, creyendo que eso le haría un favor a La Liga, afirmará que fue “fundada en Nueva York en 1890, por nuestro egregio Martí y sus fieles seguidores”: con Martí ascendido a la cúspide de la gloria patria Serra confiaba que asociándolo con La Liga esta se salvaría del olvido. Tenía razón: para la mayoría de los cubanos de hoy La Liga es “la escuela en Nueva York donde Martí le daba clases a los negros”. Otra manera de hacerla trascender sería asociándola con las raíces del reguetón pero tampoco hay que exagerar.
La Liga funcionó hasta 1895, cuando muchos de sus miembros se incorporaron a la guerra de independencia y Martí al panteón de sus mártires. Al finalizar la contienda Serra regresaría a Cuba donde le plantó cara al racismo confiando en que algún día sería eliminado.
La muerte le llegó a los 51 años, en 1909, acontecimiento triste y repentino que, por otra parte, le evitó unos cuantos disgustos y decepciones en el futuro.
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