Monday, April 24, 2023

Cartas a Pedro, novela de Janisset Rivero




Por Enrique Del Risco

De las cuatro razones que, según George Orwell, explicaban que alguien se dedicara al suplicio equívoco de la escritura al menos tres son notables en la novela Cartas a Pedro de la autora Janisset Rivero: el entusiasmo estético, el impulso histórico y el propósito político. Sobre todo ese impulso histórico que el escritor inglés definía como “el deseo de ver las cosas como son, de hallar cuál es la verdad, de almacenarla para su buen uso en la posteridad”. Del egoísmo puro y duro -que es la otra motivación fundamental que señala Orwell para escribir- no hablaré pues además de que no conozco lo suficiente a la autora que cualquiera que sea el tamaño de su ego lo ha sabido disimular lo suficiente como para que no se interponga en la lectura de su libro. En esto Rivero parece seguir al autor de 1984 cuando dice que “no se puede escribir nada legible a menos que uno aspire a una anulación constante de la propia personalidad” porque “La buena prosa es como el cristal de una ventana”.

La historia que nos cuenta Janisset es, en su inicio, la de un hombre, Alberto de la Fuente, antiguo ingeniero caído en desgracia por uno de esos traspiés de la decencia en un sistema escrupulosamente corrupto y que en el presente de la novela trabaja como empleado de limpieza en un hospital. Su drama y el de la novela empieza cuando una de las pacientes le pide que le guarde un paquete de cartas por unos días. Desde ese momento Alberto se ve acosado hasta la asfixia por el operativo que ha lanzado la policía política del país para recuperar aquellos documentos. Unas cartas que denuncian pasados crímenes y que amenazan con echar por tierra el cuidadoso borrado de memoria que el poder ha aplicado a uno de los episodios más oscuros de su pasado.

Este es el inicio del dispositivo narrativo que Janisset Rivero, conocida hasta ahora fundamentalmente como poeta y activista por los derechos humanos en Cuba, emplea para explicarnos el infierno particular que le ha tocado a los disidentes cubanos. Un infierno que, como el de Dante, consta de diferentes círculos en los que se ejercen dosis incrementadas del horror acorde con la gravedad de los pecados de desobediencia contra el régimen que se cometan. Es así como el exingeniero Alberto de la Fuente, castigado como auxiliar de limpieza en uno de los círculos más superficiales de aquel infierno, accede, en medio de la persecución que sufre, a las historias de víctimas recluidas en círculos más profundos y terribles: son las odiseas particulares de miembros de la resistencia bajo continua persecución, de familiares y seres allegados de los presos políticos y hasta de los propios presos. Las cartas que protege Alberto de la policía fueron las que años atrás escribiera Sarah, la mujer que se las dio a cuidar, a su entonces novio, el líder de la resistencia Pedro Luis Bencomo, muerto en una huelga de hambre con la que exigía el respeto de los derechos de los prisioneros.

La historia de un preso líder de la resistencia llamado Pedro Luis Bencomo que muere tras una huelga de hambre hace que cualquier lector medianamente enterado piense en el caso de Pedro Luis Boitel. Boitel fue un prisionero político anticastrista muerto tras 53 días de huelga de hambre el 25 de mayo de 1972, al año siguiente de haber cumplido la condena de diez años sin que lo liberaran. Pero a pesar de que el Bencomo de la novela Cartas a Pedro comparte no pocas características con Boitel -desde haber luchado contra la dictadura anterior hasta las elecciones que protagonizó por el liderazgo universitario contra el candidato oficial del castrismo- la autora insiste en no ubicar ni el lugar ni el tiempo en que se desarrolla la historia. Y sin embargo esta y otras referencias permitirían ubicar los acontecimientos que narra en Cuba entre la década del setenta y la del noventa.

Según nos informa el escritor William Navarrete en su prólogo a Cartas a Pedro “Janisset Rivero no ha deseado enfocar la historia en un contexto específico, a sabiendas que lo que ha sucedido en Cuba, su país natal, puede reproducirse, y de hecho se reproduce ya, en otros países del continente americano”. La novela, pues, se nos presenta como una distopía, o sea, una sociedad ficticia y terrible cuando en realidad puede reconocerse en ella hasta en los detalles más nimios la cotidianidad cubana. Porque lo que para otros lectores podría parecer distópico para el lector cubano se trata de puro costumbrismo. Tanta es la precisión con que describe Rivero su mundo “ficticio” que muchas veces se puede intuir hasta el barrio habanero en el que transcurren algunos de sus episodios.

Y aquí me van a permitir una breve digresión. Mientras leía las primeras páginas de este mundo “ficticio” que me era tan fácil de reconocer me pareció identificar una incongruencia. Es a la altura de la página 31 donde dice. “Era una tarde hermosa de mayo, hacía exactamente un año. El cementerio de la ciudad era inmenso y antiguo. Lena había estado varias veces allí, buscaba una tumba. Aquél día había conseguido al fin que un empleado del cementerio le diera los datos del lugar donde se encontraba”. Justo en ese momento detuve la lectura: había encontrado una inexactitud. Porque yo, que trabajé durante unos tres años como historiador de aquel cementerio conocí al empleado del archivo encargado de dar la ubicación de las tumbas. Jaime se llamaba. Precisamente en mi libro Nuestra hambre en La Habana lo describo

Muy blanco, rechoncho, bajo y calvo. Y sudoroso a pesar de que el archivo, por rarísima deferencia a la conservación de los papeles que alojaba, era favorecido por un sistema de aire acondicionado. Jaime estaba entre los pocos justos que —con independencia de su rango oficial— hacían funcionar aquel mundo en medio del caos que era cualquier institución cubana. De los pocos que entendían la función de cada una de las rutinas administrativas que se habían establecido desde siempre.

Y en un país donde prácticamente nada funciona excepto quizás la vigilancia, Jaime con sus viejos hábitos republicanos, era la eficiencia misma a la hora de facilitar la ubicación de las tumbas. Solo que unas líneas después descubro que Janisset ha sido -una vez más- exacta en su narración del ambiente pues la tumba que busca Lena, su personaje, es la de Pedro Luis Bencomo, el Boitel de ese mundo paralelo. Y recordé que cuando trabajaba en el archivo del cementerio puse nervioso a Jaime la vez que me dio por interesarme en ciertos mapas. Dichos planos correspondían a la zona del cementerio donde enterraban a los ejecutados por el régimen, tumbas que se preocupaban por mantener en secreto, aunque abarcaban una parte considerable de la necrópolis. Fue entonces que Jaime me contó de la vez que dio la dirección de la tumba de Pedro Luis Boitel a unas personas que se la pidieron: el pobre archivero del cementerio había terminado detenido durante semanas junto a los que se habían interesado por la tumba de Boitel. Desde entonces tenía mucho cuidado en no dar la dirección del mártir perseguido más allá de la muerte. Tal era el miedo que seguía inspirando la sombra de Boitel en la propia dictadura que lo había empujado a la muerte.

Hoy Boitel es recordado por un número creciente de compatriotas, aunque siguen siendo muchos a quienes el ocultamiento del pasado llevado a cabo durante décadas les ha impedido conocer la biografía de este y otros héroes de la reciente historia cubana. Seres cuyas vidas son un testimonio de que hubo quienes, pese al efecto devastador del régimen sobre la voluntad y la memoria del pueblo, se supieron sobreponer al miedo y la apatía para enfrentarse a sus verdugos. Cartas a Pedro sería un drama histórico si la historia no se siguiera repitiendo en Cuba y en otros países del continente. En el caso cubano mil cuarentaicinco personas permanecen desde hace 650 días en prisión por el único delito de manifestarse pacíficamente en contra del gobierno que ha secuestrado sus derechos por 64 años.

Cartas a Pedro no se trata sin embargo de un simple libro de denuncia. Como dije al principio, tres de los cuatro motivos que señalaba Orwell para escribir son bastante evidentes a lo largo de la historia. Porque Janisset Rivero no solo ha puesto su novela al servicio de un propósito político, o sea, el de “propiciar que el mundo avance en una dirección determinada” que en este caso es de la libertad y la democracia para su país y para otros caídos bajo regímenes parecidos; o al servicio del impulso histórico para preservar una realidad que durante décadas nos han querido ocultar. También a Janisset la domina en Cartas a Pedro el entusiasmo estético que la hace buscar belleza en los lugares más sorprendentes y terribles y de compartir su placer “ante el impacto de un sonido u otro, ante la firmeza de una buena prosa, ante el ritmo de un buen relato”. Ese entusiasmo estético es lo que hace que Cartas a Pedro no se detenga en la simple denuncia y convierta este peregrinaje por el horror totalitario en una trepidante novela de suspenso donde la policía es una dedicada agente del Mal y sus perseguidos, acosados y arrinconados, pero todavía capaces de amar, son la única oportunidad que le queda al Bien en aquella pobre isla.

 

No comments:

Post a Comment