Monday, April 24, 2023

De las armas y las letras: Un guerrero y sus memorias XVII

Por Guillermo A. Belt

El Consejo de Gobierno, presidido por el marqués de Santa Lucía, llega a la sabana de los Mangos de Baraguá donde Antonio Maceo ha concentrado a más de tres mil hombres para recibir a las autoridades civiles. El comandante Enrique Loynaz del Castillo, ahora miembro del Estado Mayor del general Maceo, describe el encuentro en su libro, Memorias de la guerra.

El general Maceo había formado en dos larguísimas filas, de más de un kilómetro, aquellas tropas bien armadas, y a la cabeza de ellas, bajo un pabellón de banderas, desenvainados los sables y presentadas las armas, adelantóse, erguido en blanco corcel y sombrero en mano, a recibir al Presidente del Consejo de Gobierno. Largo fue el abrazo de los Caudillos esclarecidos, Maceo y Cisneros, que cuando todo se hundía en el Zanjón, ellos, Maceo y Cisneros, en Baraguá y en la Cámara de Representantes, encendieron dos candelabros de gloria junto al cadáver de la República.

Maceo aprovecha el poco tiempo en Baraguá para perfeccionar la organización del Ejército Invasor, y el 22 de octubre de 1895 inicia la marcha a Occidente. Eran tres mil hombres. Delante tenían que avanzar entre doscientos mil soldados españoles.

El 7 y 8 de noviembre se dan los primeros combates de la invasión, en el campo de Guaramaná y en el Labado, respectivamente. En este último Maceo manda a formar a su Estado Mayor y su escolta. Loynaz del Castillo pide permiso para ir a la línea de fuego al mando del general José Manuel Capote, veterano de la Guerra de los Diez Años. Recorre a caballo la línea de infantes tendidos sobre un cañaveral recién cortado. En este como en el primer combate triunfan las fuerzas cubanas y el enemigo se retira.

Cuando terminó el combate ya tenía un nuevo y generoso amigo, que no tardó mucho en enviarme de regalo un caballo. Así logró Loynaz reponer el caballo enteramente cojo debido a las largas marchas, por el que Maceo le había llamado la atención cuando pasó frente a él, con palabras que años después recordaba nuestro autor:

Un jefe en un día de combate se desluce, se pone en ridículo. A las que respondió Loynaz: General, se desluce el caballo, el jinete nunca; le ruego me permita ir a la línea de fuego.

Una semana después veremos a Loynaz escribiendo la letra y tarareando la melodía del Himno Invasor. Copio a continuación lo publicado en este mismo blog en noviembre de 2020 dado que lo dicho por Loynaz del Castillo en su conferencia de 1943, citada textualmente, coincide con lo recogido en Memorias de la guerra.

Aniversario del Himno Invasor



Por Guillermo A. Belt

Es un viernes, al caer de la tarde del 15 de noviembre. Han pasado tres semanas desde el comienzo de la invasión en las sabanas de Baraguá aquel 22 de octubre de 1895, y una desde que las fuerzas de caballería aumentaron a 1,300 jinetes al ingresar a Camagüey, tras el cruce del Jobabo, límite con Oriente.

Las avanzadas vuelven con la noticia de haber encontrado una finca próxima. Se llama La Matilde, y ya tiene su historia de guerra, que los mambises conocen, sin saber que le tocará ser sede de otra más. Fue propiedad del padre de Amalia Simoni, y en ella vivió, dando a luz a su primer hijo, aquella camagüeyana que, arrestada por las tropas españolas durante la Guerra de los Diez Años y conminada a escribir a su esposo, el Mayor General Ignacio Agramonte, pidiéndole abandonar la lucha, contestó: “Primero me dejo cortar una mano antes que escribirle a mi esposo para que sea un traidor.”

Antonio Maceo decide acampar allí y lo hace en una arboleda de la finca, junto con su Estado Mayor, cediendo la casa al Consejo de Gobierno que lo acompaña en la marcha hacia Occidente. En medio de los preparativos del caso, se observa que en las paredes de la casa hay palabras ofensivas para los mambises, evidentemente escritas por los soldados españoles que habían ocupado la vivienda con anterioridad. Y en una ventana, unos versos, bajo la bandera española.

En este punto del relato, tengo el honor de dar la palabra al General de Brigada del Ejército Libertador Enrique Loynaz del Castillo.[i]

"A nadie habíasele ocurrido crear un himno para la tremenda campaña que iba a decidir la suerte de la Patria. Por mera casualidad, fue ocurrencia mía. El Ejército Invasor, al mando del general Maceo, acampó, en compañía de las fuerzas camagüeyanas, comandadas por el general José María Rodríguez (Mayía), en el gran potrero La Matilde, propiedad que fue del doctor Simoni, padre de dos admirables cubanas, Matilde, esposa del general Eduardo Agramonte Piña, y Amalia, la romántica y adorada compañera del general Ignacio Agramonte. Era el 15 de noviembre de 1895.

Respetuoso, en grado sumo, el general Maceo del Gobierno Civil de la República, asignó para alojamiento al Presidente Salvador Cisneros Betancourt, ilustre Marqués de Santa Lucía, y al Consejo de Gobierno por él presidido, la magnífica casa de vivienda de La Matilde, y él acampó en la arboleda inmediata, junto a los establos, en los que instaló su numeroso y brillante Estado Mayor, a las órdenes del ilustre general José Miró Argenter, y en cuyo alto Cuerpo, donde sabias enseñanzas recibíanse con la presencia del vencedor de Peralejo, y ejemplos temerarios, tuve uno de los más preciados privilegios de mi vida, la compañía de los otros ayudantes, Hugo Robert, Manuel Piedra, herido en la Batalla de Mal Tiempo y en otros campos de batalla, Miguel Varona, Emilio Bacardí, Peregrín Carulla, Mariano Sánchez Vaillant, Perucho Aguilera, Pérez Carbó, Pedro Echavarría, los Sauvanell, los hermanos Pilot, los hermanos Llorens, los hermanos Ivonet, los hermanos Mariano y Ramón Corona, Juan Maspons Franco, Alberto Boix, Rafael Ferrer, Adolfo Peña, Carlos Pastor, Arturo Bolívar, A. Sagebien, Salvador Pastor, Alfredo Jústiz, Ascensio y Armando Gómez, Rafael Peña y J. Muñoz y el insigne Carlos González Clavet , todos ellos, o muertos o heridos por la Patria. Aunque de las fuerzas, estaban siempre con nosotros alegrando el campamento, con sus dichos, los que fueron luego brillantes generales, entonces temerarios oficiales, Calixto García Enamorado, José Lara Miret, que tiene doce balazos por la libertad, Ángel Guardia, Enrique Céspedes, los Duchase y otros del heroico ejército oriental. Con nosotros, siempre deleitándonos con su ameno trato, el entonces teniente coronel Mario Menocal y los miembros del Consejo de Gobierno, Santiago García Cañizares, Rafael Portuondo, Severo Piña y José Clemente Vivanco.
Algunos amigos, apenas acampados, recorríamos la casa de La Matilde, y de paso alguna raspadura obteníamos de los miembros del Gobierno allí alojados.
Vimos en las paredes del edificio no pocos insultos que nos dejó el enemigo, allí acampado hasta nuestra aproximación, en vez de esperarnos para combatir. En una ventana, blanca y azul, algo distinto leímos: unos bellos versos, bajo el dibujo de una pirámide, coronada por española bandera. Quiso borrarla un compañero: me opuse y lo convencí de que las letras y las artes, bajo cualquier bandera, son patrimonio universal, ajeno a los conflictos de los hombres.
En ese momento, sobre la otra hoja de la misma ventana, pinté la adorada bandera de Cuba, y bajo su glorioso palio escribí estos versos, que me esfuerzo en recordar con la exactitud posible a casi medio siglo de distancia:

¡A las Villas valientes cubanos:
A Occidente nos manda el deber
De la Patria a arrojar los tiranos
¡A la carga: a morir o vencer!

De Martí la memoria adorada
nuestras vidas ofrenda al honor
y nos guía la fúlgida espada
de Maceo, el Caudillo Invasor.

Alzó Gómez su acero de gloria,
y trazada la ruta triunfal,
cada marcha será una victoria:
la victoria del Bien sobre el Mal.

¡Orientales heroicos, al frente:
Camagüey legendaria avanzad:
¡Villareños de honor, a Occidente,
por la Patria, por la Libertad!

De la guerra la antorcha sublime
en pavesas convierta el hogar;
porque Cuba se acaba, o redime,
incendiada de un mar a otro mar.

A la carga escuadrones volemos,
Que a degüello el clarín ordenó,
los machetes furiosos alcemos,
¡Muera el vil que a la Patria ultrajó!


Alguna que otra estrofa, innecesaria, escrita en aquella ventana, fue por mí suprimida, o modificada durante la campaña, por no avivar innecesarios odios.

En aquel ambiente patrio, caldeado al rojo, los versos de la Invasión, como en seguida los llamaron, fueron como reguero de pólvora…
La gran casa se colmó de oficiales y soldados que sacaban copias y agotaban el papel y la amabilidad del Gobierno. El Presidente Cisneros decidió mudarse. “No podemos con este gentío, trabajar. Tu himno nos desaloja”. ¡El himno estaba consagrado!
Aquel exitazo inesperado me animó a buscarle melodía apropiada al verso. Horas y horas de solitarios ensayos, fijaron en mi memoria la melodía, altiva y enardecedora.

Enseguida me dirigí al general Maceo, mi compañero de cuarto y de peligros, en Costa Rica: “General, aquí le traigo un himno de guerra, que merecerá el gran nombre de usted: déjemelo tararear”.
“Pues bien”, me respondió el General. Y a medida que yo canturriaba los versos, la mirada se le animaba. Al terminar, en la estrofa evocadora de las trompetas de carga, puso sobre mi cabeza su mano mutilada por la gloria…
“Magnífico –dijo–. Yo no sé de música, para mí es un ruido, pero ésta me gusta. Será el Himno Invasor; sí, quítele mi nombre, y recorrerá en triunfo la República…”. Luego agregó: “Véame a Dositeo, para que mañana temprano lo ensaye la Banda”. “General –objeté– tiene que ser ahora mismo, porque mañana se me habrá olvidado esta tonada, como me ha pasado con otras”. “Pues bien, vaya ahora mismo y traiga a Dositeo”.
Era el capitán Dositeo Aguilera, el jefe de la pequeña banda del Ejército Invasor: agradable, inteligente y acogedor.

“Lo he llamado –le dijo el general– para que la Banda toque un himno de guerra, que le va a cantar el comandante Loynaz. Váyanse por ahí y siéntense en alguna piedra, donde nadie los moleste; trabajen, hasta que la Banda toque exactamente el Himno Invasor. Apúreme eso”.
En dos taburetes Dositeo y yo nos pusimos al trabajo. Apenas media hora habría, a mi juicio, transcurrido, y ya estaba completa en el pentagrama la melodía, que le fui tarareando en sus tres variaciones armónicas.
La volvió a tararear leyendo sus notas. La celebró, pero agregó: “No se me contraríe si le hago una pequeña corrección…”.

Interrumpí: “El General dijo que exactamente…”. “Sí, pero ni el General, ni usted saben nada de música. Con las notas de este primer compás, no hay voz que llegue a los últimos. Y un himno se hace para el canto. Así en voz baja, únicamente, puede usted tararearlo. La corrección es poca cosa, bajar el primer compás.
Déjeme esto a mí, que necesito ahora mismo empezar el verdadero trabajo, instrumentar esto: y con la prisa que quiere el General”.

Así nació, hace un siglo y cuarto, el Himno Invasor. Nadie mejor para contarlo que su autor, veterano de más de 60 combates, y de todos los de la invasión: La Reforma, Boca del Toro, El Quirro, Mal Tiempo, Santa Isabel, La Colmena, Coliseo, La Entrada, Calimete y El Estante. Y poeta, con inspiraciones musicales, por si fuera poco.


[i] Conferencia del General Loynaz del Castillo a la Sociedad de Artes y Letras Cubanas, en los salones de la Benemérita Casa de Maternidad y Beneficencia, La Habana, 12 de febrero de 1943.

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