Por Guillermo A. Belt
Dos semanas después de la creación del Himno Invasor en
el potrero de La Matilde, la columna invasora pernocta frente a la Trocha de
Júcaro a Morón, línea militar formada por una vía férrea de diecisiete
leguas de largo entre dos zanjas orillada por alambradas de siete hilos de
altura y protegida por treintitrés fuertes entre sus puntos extremos, el puerto
de Júcaro en la costa sur y el de Morón, inmediato a la costa norte, de la que
sólo lo separa un pantano y la laguna llamada de Leche por el color de sus
aguas. Así la describe Enrique Loynaz del Castillo, autor del himno, en Memorias
de la guerra.
Continúa su relato de primera mano: El 29 de Noviembre, el Ejército Invasor, rompiendo las alambradas a machetazos y saltando las zanjas, desplegó su vanguardia junto a la barrera militar y forzando el paso la cruzó bajo los fuegos del fuerte más próximo, La Redonda. El fuerte del otro lado secundó el fuego, sin resultado apreciable porque nuestras fuerzas desfilaron rápidamente y en orden abierto… Con este paso trascendental la Invasión había entrado en una fase nueva de combates continuos y reñidos, después de un recorrido sin resistencia, de cerca de setecientos kilómetros.
El 1 de diciembre el ejército invasor acampa en La Reforma, donde logra impedir un movimiento envolvente por una columna enemiga de mil quinientos hombres al mando del general Suárez Valdés. Cerca del fuerte enemigo de Iguará libra un combate imprevisto que termina con la retirada de las fuerzas españolas para refugiarse en el fuerte, no sin antes causar sensibles bajas a los cubanos, entre ellas la muerte del jefe de la escolta de Maceo, teniente coronel Andrés Hernández.
El 10 de diciembre, luego de pasar cerca del pueblo de Fomento, los generales Gómez y Maceo detienen la marcha y junto con el Estado Mayor y la escolta de cada uno quedan en espera de una información que se les ha anunciado. Al escucharse unos disparos a vanguardia, Maceo ordena al corneta tocar a degüello. Todos se lanzan al galope, con Maceo a la cabeza. Los ayudantes, Loynaz, entre ellos, logran pasarlo para evitar que sea el general quien primero choque con el enemigo. Con tal velocidad llegamos al río que la pequeña barranca de un metro o metro y medio de alto fue saltada por los caballos todos sin vacilar cayendo en las aguas, donde seguramente no daríamos pie, y alcanzando, acero en mano, la opuesta orilla y el playazo ocupado por la fuerza enemiga detrás de unas maniguas.
El enemigo se retira tras intenso intercambio de disparos. Así termina la acción de Casa de Tejas, que hubiera podido, con mayor esfuerzo del enemigo, dejar cortados del camino del ejército invasor a sus más grandes jefes.
El ejército reanuda su marcha hacia Quemados Grandes, donde se halla acampado el general Serafín Sánchez. Al amanecer del 10 de diciembre continúa marchando, siempre al oeste. El 11 acampa en la altura de Boca del Toro. En prolongada espera todo el medio día, a la una y media se dejó ver el enemigo, unos cuatro mil hombres de las tres columnas de Oliver, Manrique de Lara y García Navarro, con dos cañones y alguna caballería…Algunas unidades nuestras de caballería bajaron a hostilizar al enemigo, que al momento inició el fuego por descargas con mucha intensidad. A la vez dos piezas de artillería cañoneaban, aunque sin resultado alguno, nuestra posición: la ocupada por el general Maceo y su Estado Mayor, su escolta y un regimiento de Oriente. Un intento de envolver la altura por nosotros ocupada fue tan prontamente rechazado que no llegó a iniciarse la subida.
En la presentación de Memorias de la guerra, Dulce María Loynaz destaca la capacidad de su padre para “llevarnos a presenciar un combate con el dinamismo de una cinta cinematográfica.” Prueba de su afirmación son los párrafos que transcribo seguidamente.
Nunca presencié tan bello campo de batalla. La inmensa línea de copos de humo, reventando por momentos y ya entrada la noche convertida en zig-zag de resplandores. Arriba las nubes a cada instante iluminadas por los rojizos relámpagos de la artillería y todo era un estruendo sin intermitencias horas tras horas. Allá, en una de nuestras líneas de fuego, tendida en un alto, contemplábamos al obscurecer la silueta de un joven ayudante de Miró – de apellido Cabrera si mal no recuerdo – inquieto el caballo a cada fogonazo; pero él obstinado y temerario, el brazo extendido y el acero, ante la lluvia de balas. A veces un proyectil de cañón, como incendiada esfera, recorría el espacio.
Acá, en el Estado Mayor, se peleaba, ya a pie, y a caballo. Los ayudantes apuntaban sus fusiles. A un Mauser, en las manos del comandante Miguel Varona del Castillo, en momentos en que lo prestaba al general Maceo, que quiso hacer un disparo, le fue destrozada la caja de madera. El enemigo, que por allí avanzaba, se replegó a tiempo que apagaba el círculo de fuego alrededor de nuestra posición. La noche ponía fin al combate, quedando los dos ejércitos en sus posiciones. Eran las ocho.
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