Sunday, March 1, 2020

Martí: ¿original y plagiario?

Por Alejandro González Acosta


Ahora que también se habla tanto de plagios (cuando algunos de ellos son sólo parodias), podría resultar que Martí, el gran Martí, el impoluto Martí, fue un plagiario. Quizá su frase más célebre, porque hasta devino un programa político, fue la fórmula del amor triunfante: La república de todos, “con todos y para el bien de todos”[1].

Pues parece que Martí olvidó que unos pocos años antes, resultó sorprendentemente célebre una corta pieza oratoria, improvisada en un tren y escrita sobre sus huesudas rodillas por Abraham Lincoln: la famosa “Oración de Gettysburg” (19 de noviembre de 1863): menos de tres minutos para decir 272 palabras, que cerraban con una afirmación:

 “…Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”.

Pero también “El buen Abe” olvidó mencionar o aclarar sus fuentes de inspiración, que se remontan hasta De la República de Marco Tulio Cicerón.


Lo que alguien pueda llamar “plagio” puede no ser más que “glosa” o “parodia”, lo cual es perfectamente legítimo en el arte y la literatura. ¿Acaso Julio Antonio Mella no glosó al propio Martí? ¿Recuerdan que Guillermo Cabrera Infante parodió a Martí en sus Tres tristes tigres?  El mismo Cervantes parodió a Amadís, y glosó a Avellaneda (o quien sea el autor del Quijote apócrifo). Además, adjudicar la exclusiva de una expresión como “ojalá” es un despropósito: los musulmanes reclamarán que les pertenece porque significa “así lo quiera Alah”.

Todo esto demuestra cuánta razón tuvo Luis Buñuel cuando afirmó: “En la cultura, todo lo que no es tradición, es plagio”.

Esto nos conduce también al famoso “estilo martiano”, esa redacción profusa y en ocasiones difusa, encabalgada, de largos períodos enlazados, con párrafos como oraciones y oraciones tan apodícticas como inapelables, esa frondosidad sentenciosa, tan celebrado por su “originalidad”, pero que podría contrastarse para advertir sus íntimas semejanzas con los textos de Diego de Saavedra Fajardo, Luis Vélez de Guevara, Baltasar Gracián, Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, Francisco de Quevedo y Fray Luis de León.

El estilo martiano ni es tan propio ni es literariamente tan revolucionario: más bien es arcaico, pero de un arcaísmo glorioso, brillante y magistral. Tiene una españolidad decantada y sublimada, con profusión meridional. Es arqueológico y castizo, es místico y barroco, y es tan “moderno” como Santa Teresa de Ávila. De tal misticismo le viene esa oscuridad impenetrable de algunos de sus versos, esas alusiones de un hermetismo casi gongorino, como aquel “canario amarillo que tiene el ojo tan negro”, que dejó perpleja a la misma Gabriela Mistral. Pero también contiene un conceptismo evidente: ¿no fue él quien dijo de Quevedo “que ahondó tanto en lo que venía, que los que hoy vivimos, con su lengua hablamos”? A confesión de parte, relevo de pruebas.

Martí, en su endeblez física (era un hombre menudo, con una constitución muy débil), se identifica con David, siempre enfrentado en una tarea imposible contra Goliat, que para él es el resto del mundo, e imprime esa huella en su prédica, en todo su sermonario patriótico, y crea para nuestro mal ese “davidismo” nefasto, inmolatorio y suicida, que después se ha impuesto a los cubanos subyugados como norma de vida.


Alucinado, con un perfil bipolar que va desde la exaltación suprema a la depresión profunda, siempre desmesurado, como un iluminado desbordante, habla de Cuba como el fiel de la balanza universal: una isla que junto con sus desventuradas y desvencijadas vecinas “fijarán el equilibrio del mundo”, cuando hasta ahora lo que últimamente ha salido de ese desdichado país sólo es el desequilibrio y la desestabilización, que se han extendido como metástasis destructoras a varios continentes.

Una sola prueba de sus profecías fallidas, es señalarla como una tierra guía y fijadora del mundo, cuando menos de cien años después de su dicho una crisis originada en ella por un orate también bipolar, pudo no sólo desequilibrar sino hasta desintegrar el planeta. Y es que ambos, Martí y Castro, padecían del “davidismo” suicida, sólo con la esencial diferencia de que él primero ponía su cuerpo a las balas, y el segundo nunca sintió ese llamado. Martí encarna la mejor representación del espíritu antimoderno, romántico y voluntarista, negado a la evidencia práctica, y por tanto desdeñoso del progreso y el beneficio personal.

El verdadero y único Martí murió en un potrero el 19 de mayo de 1895 y esa fue la última y mayor ofensa que se le pudo haber ocasionado. Ahí terminó su andadura terrenal. Y lo que queda de él sólo son unos huesos carcomidos por el tiempo, en una urna que sufre de filtraciones por la humedad crónica del subsuelo. Pero lo que nos está ocupando es la construcción del Martí actual. Cuando se mancha un espantoso busto de yeso que lo representa, hay que recordar a Magritte y pensar: Esto no es Martí. Quizá así empecemos a enderezar el camino y vivir sin tantos héroes y mártires, que tanto abruman y espantan: merecemos un futuro menos necrofílico, recuperando el gozo de existir, la joie du vivre suprimida por las consignas aniquiladoras.

Pero tampoco hay que cobijar demasiadas ilusiones. Es inevitable que algún día, en Cuba se sustituirán los problemas de la dictadura con los conflictos de la democracia. Porque el libre albedrío tiene un precio y además cobra renta. Los cubanos deberán entonces tener muy presente y nunca olvidar aquella frase de Manuel Azaña: “La libertad no hace más felices a los hombres: sólo los hace más hombres”.



[1] Discurso “Con todos y para el bien de todos”, Tampa, Liceo Cubano, 26 de noviembre de 1891.

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