Sunday, March 29, 2020

Asalto al Palacio Presidencial: testigo de oídas


 Por Guillermo Belt


Foto cortesía de Alina Padierne

Los primeros disparos se oyeron poco después de las 3 de aquella tarde de marzo y de inmediato pensamos que tendrían que venir de Palacio porque estábamos a dos cuadras escasas. Una ráfaga, varios disparos como de pistola, sonido que conocíamos bien, y otra ráfaga, más fuerte que la primera, esa fue de Thompson, dijimos.



Testigo de oídas, es un decir, y no el uso que tiene en Derecho donde se entiende por tal el que depone en un caso por haberlo oído a otros. No éramos testigos oculares del asalto al Palacio Presidencial de la República de Cuba el 13 de marzo de 1957 porque desde el bufete de mi padre en el tercer piso del Edificio La Tabacalera, en la calle Morro número 158, casi esquina a Colón, se oía bien el tiroteo pero no se veía nada por nuestras ventanas que daban por el costado del edificio a un hotel vecino.



Mi padre, sin alterar la voz, muy tranquilo, nos ordenó permanecer en la oficina, sin asomarnos a las ventanas laterales, de nada servían en todo caso, y no correr hacia una enorme al final del pasillo, que daba sobre el Parque Zayas y ofrecía una vista de la puerta trasera de Palacio, en la calle Colón.



Pasado un tiempo, no recuerdo cuánto, creo que menos de una hora, disminuyó la intensidad del fuego, y aprovechando que mi padre contestaba una llamada telefónica me acerqué rápidamente, pegado a la pared del pasillo, a la ventana grande. Logré ver un camión más bien pequeño parado en medio de la calle Colón y cerca de la entrada trasera de Palacio, la de uso común. Había también una carretilla de venta de frutas, y un hombre inmóvil en el pavimento. Regresé a toda carrera a la oficina por temor al regaño seguro de mi padre.



Hacia el final de la tarde, luego de oír más disparos de ametralladoras de mayor calibre – se supo después que dos de calibre 30 barrieron a los asaltantes – mi padre decidió salir de la oficina. Lo hicimos acompañando a la secretaria de una oficina contigua a la nuestra, sola y aterrada; la nuestra, asustada también, y un joven asistente nuestro, valiente y sereno. Tuvimos que caminar por la calle Morro hasta el garaje donde guardábamos el automóvil entre filas de soldados muy tensos. Despacio, las manos visibles, mirando al frente, a cualquiera de estos se le escapa un tiro, pensábamos.



Lo mucho que oímos y lo poco que vimos aquella tarde de marzo renace entre mis recuerdos en estos días de peligro que ya van camino de la historia.

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