Por Alejandro González Acosta
Entre
cubanos el cerdo no es tal: un día en Valencia escuché decir a un paisa, “del cerdo me gusta hasta la forma
de andar”. Pero en Cuba este ser maravilloso, donde se aprovecha todo, se
transforma en el chancho, cochino o, más puristamente, el lechón: pan con lechón se dice, no pan con cerdo,
y en la región oriental se le categoriza reverentemente como “el macho”. Sin
dudas, este es el mejor “machismo” cubano. Ese antiguo idilio del cubano con el
cerdo nos confirma como cualquier cosa –católicos, ateos, agnósticos, santeros,
babalawos, o protestantes- pero nunca judíos ni musulmanes absolutamente ortodoxos.
Dudo mucho que exista un cubano que por convicción religiosa decida privarse
del invencible sabor crocante de un chicharrón o de una olorosa masita de
puerco frita. En todo caso, sería un gran sacrificio y no creo que persevere.
Pero
la Gran Sinfonía, el Rito Supremo, la Misa Cubana por excelencia es, sin duda
alguna, el lechón asado en púa (o
puya), que es un festejo dionisíaco en tres tiempos: primero, la Obertura,
cuando desde el día anterior se procede a marinar el animal sacrificial,
buscando que penetre hasta sus más recónditas moléculas, la espesa mezcla de
naranja agria y vino seco, con ajo, cebolla, laurel, orégano y sobre todo
comino, antes de dejarlo reposar toda la noche para el día siguiente; cuando
despunta el sol, o “anuncia el amanecer la Aurora con sus rosáceos dedos”, los
hombres guerreros –porque este es asunto exclusivo de los machos cubanos,
cazadores paleolíticos redivivos- disponen las brasas, montan el cuerpo sobre
la vara, atravesándolo sin piedad, y lo someten a un calor bajo y constante,
que sólo se interrumpe por el deslizamiento de las gotas de manteca que caen
sobre el fuego, chisporroteando y desprendiendo efluvios. En esta etapa se
procede al sahumerio ritual de la pieza, con ramas de guayaba las cuales,
generosas de sus dones, brindan un aroma que se impregna en la carne, y se
procede varias veces a la unción sacramental del cuerpo con el óleo de su mojo mediante unas brochas de pelo
grueso: esta segunda parte es la Sinfonía Coral, porque además de
participar varios en el procedimiento, prácticamente todos, como un dramático coro
griego, indican cuándo hay que darle vuelta o dejarlo tranquilo, subir la
brasa, o bajarla... generalmente todo esto al mismo tiempo; este largo proceso
ritual es acompañado invariablemente por los hombres que junto a la pira homérica,
velan al caído mientras juegan al dominó (que por supuesto, llega hasta el “doblenueve”)
y entre trago y trago de ron, o buche y buche de cerveza, y algunos
“saladitos”, le van dando vueltas, mientras las mujeres, alejadas del entorno -pues
no debe olvidarse que ellas apenas son recolectoras, no cazadoras- se dedican a
preparar el congrí, los tostones, la yuca con mojo y la ensalada –generalmente intacta al final y sólo
como adorno de los pulquérrimos manteles- aplicadas a “las labores propias del
sexo... y la condición social”, según acotaba irónicamente un amigo hace años.
Y finalmente llega la apoteosis, la Coda, donde se procede a bajar la
pieza y colocarla de preferencia sobre hojas de plátano frescas para proceder a
su reparto, en medio del festejo orgiástico de este symposium caribensis.
Y
suele haber aún un cuarto momento de este rito, que es al día siguiente de la
comida pantagruélica, la esperada Montería, la cual podría ser una
extensión de Variaciones sobre un tema, donde se recalienta y consume lo que
haya podido quedar del día anterior... a pesar de todos sus excesos.
Es
tal el culto al lechón en la isla
caribeña, que no creo sea casual que el que quizá sea el primer impreso cubano
–todavía extraviado, pero mencionado por algunos bibliógrafos serios que lo
vieron- sea un opúsculo titulado: Memoria
sobre que no es perjudicial el uso del cerdo en las Islas de Barlovento
(1707), del Doctor Francisco González del Álamo, anterior a la famosa Tarifa de precios de medicinas (1723),
de Carlos Havré, y de este mismo impresor flamenco la Novena en devoción y gloria de N. P. San Agustín (1722) de un
todavía desconocido religioso con las iniciales “F. J. S. B.” De ser como
afirman varios autores el de González del Álamo el primero impreso en la isla,
resulta significativo que entre cubanos el interés por la carne de cerdo
estuviera antes que el de la salud (la Tarifa)
y la propia religión (la Novena)...
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