Por Alejandro González Acosta
Hoy resulta casi pueril, cuando se trata de la cocina cubana, mencionar el muchas veces aludido “ajiaco tropical” que imprimió don Fernando Ortiz, como referencia a la compleja y diversa composición étnica y cultural de la isla caribeña; e igualmente, hasta en la pantalla grande ha aparecido descrita con sibarítico detalle, la famosa “cena lezamiana” que se incluye en la novela Paradiso, consagrada en Fresa y chocolate (1994), de Tomás Gutiérrez Alea y Senel Paz, que, entre otras cosas, también es una película sobre comida y cultura cubana. Por lo anterior, prefiero citar, a propósito del influjo de los sabores en nuestra forma de expresarnos y de ser, a otro tragón pantagruélico, que competía incluso con el Gordo de la Calle Trocadero y hasta con el Cura de Bauta, Monseñor Ángel Gaztelu: Gastón Baquero, el gran poeta y periodista cubano y español, quien confesó a Felipe Lázaro, ese poeta que a la vez es meritorio editor cubano en España, el Capitán de Betania:
“Es muy posible que en mis poemas prevalezca una dosis de azúcar que me los vuelve más sentimentales y dulzones de lo que yo quisiera (...) A mi edad me consuelo pensando que no es que yo sea cursi; es que la comida, la alimentación que recibí desde niño, era enormemente cursi e impropia para el desarrollo de la inteligencia. Mallarmé, estoy seguro, devoraba grandes cantidades de ostras. Verlaine llevaba los bolsillos llenos de cerezas”.[1]
Sin dudas, Baquero era un Tauro típico del 4 de mayo: sensual y sensorial, amante del dulce hasta las últimas consecuencias.
La comida cubana ha sido tema recurrente de muchos escritores cubanos. José María Heredia, muerto y enterrado en su exilio mexicano, escribía ya muy enfermo a su mamá en Cuba, la que sería su última carta, fechada el 2 de mayo de 1839, menos de una semana antes de fallecer:
Queridísima mamá de mi corazón:
No sé cómo disculpe el imperdonable descuido de no haber anunciado a su merced mi fe de vida, sobre todo, después que se levantó el bloqueo.
Por los médicos hace mucho tiempo que me tienen prohibido el que escriba, y valerme de un escribiente sería dejar a su merced en sus temores. Al cabo, me decido por este último extremo, pues de otro sólo podría ese escribir unos cuantos renglones y tan malamente, que darían lugar a mil cavilaciones siniestras.
Los médicos, después de haberme molido por todos los medios imaginables, me mandan ahora que haga un viaje de mar y pienso emprenderlo para ésa en cuanto logre allanar las dificultades que se presentan para salir de esta tierra de promisión. Jacoba se va conmigo, pues por más que le he instado haciéndole ver el riesgo a que se expone, esta mujer incomparable arrostra por todo, diciendo que su obligación es acompañar y asistir a su marido enfermo, y que a ella le suceda lo que Dios quiera.
Les advierto para que no se espanten, que no van a ver a mí, sino a mi sombra. Quizá con el ajiaquito, el ñame y el quimbombó lograré restablecerme algo, no menos con la compañía de su merced y de mis hermanas.
Adiós, adorada mamá: dé su merced mis finas expresiones a José Miguel e Ignacio, a Santiago, a Agustín y demás parentela, a Osés y a Pancho de la O, que pronto empezará, si Dios me da vida, la batalla de los berros, pues los médicos me han dicho que los coma a toda hora, cuando aquí no se encuentra en ninguna parte. Su merced cuídese mucho y reciba todo el corazón de su hijo amantísimo.
José María
P.S. Mil abrazos a mis queridísimas hermanas.
Porque sé que le será de mucho consuelo si no volvemos a vernos, diré a su merced que me he preparado a lo que el Señor disponga con una confesión general, y que he de vivir y morir en el seno de la Iglesia.[2]
Cinco días después, moría. Es revelador que en su momento más solemne no hablara de aquella “estrella solitaria” que consagró en la poesía como uno de los símbolos nacionales cubanos, ni de las palmas “¡ah, las palmas, las deliciosas palmas!”, que evocó frente al Niágara majestuoso, sino del ajiaquito, el ñame y el quimbombó de sus remembranzas infantiles, al tiempo que se preparaba y ya avisaba su muerte.
Los pueblos muestran su carácter en su comida: la abominable comida inglesa típica –los grasosos fish and ships, el nauseabundo kidney pie, que huele a mingitorio, el desabrido pudding y el correoso rosbeef- es un reflejo de la flema y capacidad para el sacrificio de los heroicos ingleses; la gracia y la volatilidad de los franceses se condensa en sus soufflés y se consagra en sus patés y terrines; la reciedumbre de los rusos se manifiesta en su gelatinoso borsch; la contundencia alemana, en su chucrut o sauerkraut escoltando una soberbia bratwurst; la estandarización de los estadunidenses en sus hamburgers y hot dogs; el reto de machos y el peligroso coqueteo con la muerte de los mexicanos, en sus chiles incendiarios; la solidez de los españoles en sus densas fabadas o sus pistos espesos; el cosmopolitismo de los italianos en sus pastas donde se juntan los dos Orientes –lo mismo la China de los fideos que trajo Marco Polo[3] que el México del jitomate llevado por Hernán Cortés[4]-. Los cubanos, tan individualistas, con opiniones tan absolutas y excluyentes y al mismo tiempo tan mutables y veleidosos, sólo suelen coincidir, aunque sea momentánea y fugazmente, ante un plato de humeantes frijoles negros que seducen con sus vapores de comino, maridado con un chorrito de vinagre y una cucharadita de azúcar morena (prieta, se dice en Cuba; nunca “mascabada”). Esa unanimidad es igualmente instantánea y brevísima: inmediatamente se produce una nueva división, pues al servirlos unos prefieren que predominen los frijoles, y otros exigen se les dispense “más caldito”.
Quizá todo esto venga a confirmar aquello que Alejo Carpentier incorporó en su “Teoría de los contextos”[5], y en especial con su propuesta sobre los “contextos culinarios”, préstamo tomado a Jean Paul Sartre; en sus artículos de 15 y 22 de junio de 1930 para la revista habanera Social, reunidos como “Descubrimiento del Mediterráneo”, un joven Carpentier alude al enfrentamiento de caracteres entre el francés “con su bouillabaisse rebosante de azafrán” en Marsella, con “la salse di pomidoro” que desde Niza ya anuncia la vecina Italia. Más tarde pondrá a su Primer Magistrado de El recurso del método en París, envuelto por el aroma de los plátanos maduros fritos que escapa por las ventanas hacia la calle, invadiendo Les Champs Elysèes y a sus desconcertados paseantes por el dulzón olor.
[1] Conversación con Gastón Baquero. Apud. Carlos Barbáchano en Gastón Baquero: El hombre que ansiaba las estrellas. Madrid, Betania, 2016. 88 pp.
[2] Manuel García Garófalo-Mesa, Vida de José María Heredia en México. México, Ediciones Botas, 1941. p. 684.
[3] Otras fuentes señalan que fueron los árabes quienes introdujeron las pastas en Italia, a través de su ocupación de Sicilia.
[4] Quizá algún día las finanzas nacionales mexicanas puedan ser nutridas abundantemente sólo con el cobro de los permisos de utilización por su “denominación de origen” –como ya se hace con el tequila jalisciense- con vocablos del náhuatl: aguacate, tomate, cacahuate y muchos otros que forman parte de su memorable legado a la cocina mundial. Quién sabe si algún día se ofrezca en los expendios el delicioso fruto del cacao manufacturado en Suiza como “golosinas elaboradas con chocolate tipo mexicano” ...
[5] “Problemática de la actual novela latinoamericana” en Tientos, diferencias y otros ensayos (1964).
Fabuloso ajiaco cubano y cocido internacional, que nos invita a saborear platillos de todo género. !Felicitaciones al autor!
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