Por Alejandro González Acosta
Continuando
en nuestros días toda esa antigua tradición gastronómica y comercial, llegamos al libro Sabor cubano en el cual se suman los talentos y habilidades de sus editoras Patricia Belatti
Cabrera y Adriana Sánchez-Mejorada, con la lente del maestro Nacho Urquiza, y
las destrezas culinarias de dos docenas de pintores, músicos, actores,
escritores y chefs en la isla de Cuba
con un total de 82 recetas; aunque en realidad NO es un “libro de cocina”, a
pesar que contiene recetas consagradas, otras novedosas y algunas hasta
sorprendentes; pero tampoco es sólo UN libro de arte, pues concilia además el
placer de las papilas con el deleite de las retinas, y aún hasta –por
asociación- las membranas pituitarias del olfato, destacando el carácter oloroso de la cocina cubana (se
dice en la isla que hay tres fragancias inocultables: el café tostado, el puerco frito
y el dulce de guayaba). El sabor es una forma (quizás la más sólida y
perdurable) del saber, como insinúo en el título de este comentario.
Y
es que los platos cubanos se anuncian primero con el olor, luego confirman su
seducción con la vista y se imponen finalmente por el sabor, en un país donde
la temperatura abrasadora y la alta humedad son constantes y ayudan para
dispersar la fragancia, y de tal suerte se afirma que existen sólo dos estaciones en Cuba: el verano... y la Estación de
Ferrocarriles. Por estos factores climáticos lo que se come y lo que se bebe
adquieren una importancia primordial. Y a eso ayuda hasta la silueta insular:
donde muchos insisten en ver un largo caimán durmiendo plácidamente sobre las
aguas del Caribe, yo suelo advertir una extendida langosta, con su cabeza –sin
antenas- al oriente y su cola hacia el poniente, sumergida en la olla hirviente
del mar tropical, dorándose tentadoramente. Pero, como en todo, es una cuestión
de percepción.
Este
es además un libro ESPECIAL pues tiene una evidente esencia hiperestésica,
donde se asocian y combinan distintos placeres, y por tanto es un verdadero
TRATADO DE CUBANIDAD, un monumento a la culinaria cubana, que no hubiera dudado
en adquirir el propio Julián del Casal, para llevarlo a su cuarto de la Habana
Vieja, lleno de chinerías y japonesismos. Creo que su aparición cercana al
Centenario del fallecimiento de Rubén Darío es un acto de “justicia poética”,
pues él supo combinar los sabores francos y rotundos de la América española con
los matices sutiles y evanescentes de la gastronomía gala, con igual maestría a
la que demostró en su poesía hermanando el verso castellano de Santa Teresa,
San Juan de la Cruz, fray Luis de León, Garcilaso y Quevedo, con la musicalidad
de Mallarmé, Rimbaud, Verlaine y Lautréamont.
Sabor cubano
es un libro de nuestro tiempo, y continúa esta tradición ancilar y muestra
abundantes pruebas de que los pintores y los escritores que en ella participan,
desde un alucinante plato de “Quimbombós rellenos de ostiones”, de Nelson
Domínguez, hasta un sencillo pero realista “Congrí” del novelista Leonardo
Padura, o una sensata y humilde “Frita” del periodista y gastrónomo Ciro
Bianchi Ross, pasando por una memorable “Yuca con mojo” del entrañable Eduardo
Roca “Choco” (de la cual puedo dar testimonio directo y dilecto), conciben la
cocina como una de las “bellas artes”, quizá la que logra convocar con mayor
intensidad y conciliar lo dispar –algo tan típicamente cubano- alrededor de una
mesa. A fin de cuentas, el pincel y la pluma siempre se han llevado bien con la
cuchara en Cuba.
Cada
cubano por este ancho y ajeno mundo, tiene su recetario particular, con algunas
piezas “secretas”. Toda receta cubana se adapta al lugar donde se cocina, para
remediar la carencia o idoneidad de los ingredientes. Muchos cubanos en México,
por ejemplo, se quejan de no poder conseguir las guayabas rojas para preparar
unos cascos o una mermelada comme il faut.
Sin embargo, ahora les revelo y comparto una de mis recetas secretas. La
guayaba como se conoce en Cuba se cosecha en México en los meses de septiembre
y octubre, sobre todo en el Valle de Morelos, y luego sólo puede conseguirse en
los mercados la variedad más común, la guayaba blanca. Para lograr ese tono de
rojo apasionado que caracteriza la receta cubana no utilizo mercurocromo, ni
colorantes artificiales, sino algo absolutamente natural y mexicanísimo el cual
además le aporta un toque especial que atenúa el empalagamiento original: la Flor de Jamaica o Hibisco de Abisinia. Uno de mis placeres morbosos, cuando comparto
ese postre con los amigos, es tenerlos un buen rato en vilo, después de
probarlo, mientras van mencionando posibles añadidos, hasta que al final,
compadecido, les revelo mi pequeño descubrimiento.
La
cocina cubana cautiva por su esencial sencillez, que no quiere decir pobreza:
es una comida honesta, que no engaña al paladar; es sustanciosa y restaurativa;
seductora y dominante, como mujer bella. Y también puede resultar indigesta,
como suegra malhumorada.
Este
libro Sabor cubano parece inaugurar,
al menos en el sector convocado de pintores famosos, escritores multipremiados
y restauranteros (¿“paladeros”?) exitosos, una nueva etapa culinaria de
imaginación desbordada y de buena voluntad. Pero esa imaginación viene desde
muchos años atrás.
Este
libro, Sabor cubano, es una suma de
voluntades y la expresión de diversos talentos, donde se asocian distintos
sentidos: el gusto, el olfato, la vista y el tacto, y debería también incluir,
para ser completo, el oído. Le he sugerido a mi amiga Belatti que podría
distribuirse junto con un CD donde fueran reunidas algunas de las numerosas
canciones cubanas que tienen como referente la comida o la bebida: Guanajo relleno, Esta Navidad, Échale
salsita, Bacalao con pan, Cantinero de Cuba, Vamos a romper este coco,
Quimbombó que resbala pa’la yuca seca, El cangrejo y la jutía, Malanga murió,
El Bodeguero, Frutas del Caney, El manisero, Dile a Catalina que te compre un
guayo, Yerberito moderno, El panquelero, Cañandonga, Mamá Inés, La Fonda de
Bienvenido, Guarapo, pimienta y sol, Bombón de pollo, Son de almendra, La Jaibera,
El que siembra su maíz, Los tamalitos de Olga, Baja y tapa la olla, La sopa en
botella, Chivo que rompe tambó... y así seguramente muchas más. ¿Quién, por
otra parte, no recuerda al inmortal declamador Luis Carbonell cuando le decía a
su comadre Juana Pérez Espiritista, epabílate,
muchacha, que se queman los frijoles de la vida material?
Los
platos reunidos en este libro son una muestra precisamente de la morfología del
cubano actual en la isla: chispeantes, novedosos, dúctiles, imaginativos,
osados, desconcertantes, voluntariosos, adaptables, empecinados, evanescentes,
desasidos, aferrados, tesoneros, volubles, constantes, caprichosos, hedonistas,
espartanos... Cuando en un futuro cercano se escriba la Enciclopedia Universal de los Cubanos, este libro aportará su
visión y sus versiones gastronómicas a una cocina cubana mundial donde
depositen sus interpretaciones y “los inventos” de los cubanos, provenientes de
todos los rincones del mundo a los cuales han ido a parar en un extenso transtierro
que los ha dispersado por numerosos sitios, donde han recibido lógicamente la
influencia de esos contextos distintos y sus nuevos ingredientes, sumados en
una gran olla, fusionados con recetas francesas, españolas, mexicanas, chinas,
italianas, hindúes, japonesas, coreanas y muchas más. Será una nueva cocina
cubana, con sabor a mundo.
Todos
echaremos de menos algunas ausencias de recetas en este libro, pues más que UNA
cocina cubana hay MUCHAS, tantas como sean las casas donde se cocinen. Eso
indica que el libro seguirá escribiéndose en cada hogar cubano. Por mi parte,
extraño un postre que lleva en su nombre el ingrediente, su efecto sensorial y
su misma definición: el plátano maduro
tentación, cocinado lenta y amorosamente a fuego muy bajo, cocido en almíbar
y con un toque de mantequilla y miel. O el dulce de tomate que preparaba mi
mamá. O aún, de la misma fuente, las sorprendentes “torticas de sangre de
puerco”, que mamá disponía en una resplandeciente plancha de mármol blanquísimo
para que se enfriaran.
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