Por Alejandro González Acosta
El
cubano o la cubana que asume la compleja inclinación para cocinar siempre
enfrenta un reto: fuera de Cuba, conseguir dentro de una oferta abundante pero
diversa de lo propio, los ingredientes idóneos, lo cual crea una geografía clandestina
y una red de comunicación (“Hay yuca y malanga en el Mercado de San Juan”); el de la isla,
conseguir lo mismo, que se supone debía estar, pero a veces con una mezcla
entre detectivesca y subversiva, configurando una red de complicidades
(“Un socio pasó a proponerme...”): en ambos casos, unos como otros, conjugan en
sus diversas formas el verbo cubano por excelencia: resolver. Resolver no es,
en Cuba, como en cualquier otra parte del mundo hispanohablante, sinónimo de decidir
una disputa –como hace un juez- o despejar una ecuación –según logra el
matemático- o para concluir algo –como realiza el futbolista cuando coloca la
pelota decisiva en la portería contraria y resuelve
el partido- o la transformación de algo en otra cosa, como el agua se resuelve en vapor. No: resolver entre cubanos es parte de una
ya casi congénita combinación de economía doméstica con lo mejor de la
picaresca tradicional, algo así como una segunda naturaleza nacional: “Resolví unas yuquitas”. “Fulano me resolvió unas malanguitas”. “Puede resolver un trozo de lechón”... Exige,
además, una gozosa complicidad tácita y compartida. Un antiguo y muy sabio refrán
cubano dictaba: “El mejor chilindrón, es el del chivo robado”.
La
cocina en Cuba, además de remediar una necesidad corporal y satisfacer las inquietudes
más sibaríticas, también era un instrumento de diplomacia, buena vecindad y de
relaciones públicas; en el Manual de la
urbanidad cubana jamás escrito de Carreño[1],
era de buena educación nunca devolver vacío un plato que nos hubieran regalado,
y para ello existía la fórmula oportuna que cumplía con la etiqueta criolla:
siempre se obsequiaba un socorrido arroz
con leche y quedaba uno como “bien educado”. Era, por excelencia, el plato de la cortesía.
Si
de los seres humanos se dice que son lo que comen, otro tanto puede afirmarse
de los pueblos: lo que se pone en la mesa a la larga pasa al alma y arropa el
corazón. El primer gastrónomo, Jean Anthelme Brillat-Savarin (1755-1826),
además de ser un decidido defensor de la pena de muerte durante la Revolución
Francesa, fue el autor del primer libro científico sobre el placer de comer y
sus causas: Fisiología del gusto o Meditaciones
de gastronomía trascendente (1825) que es un clásico y obra de referencia
obligada para los amantes de la mesa. Fue, por decirlo así, un “gourmet científico”, el “Charles Darwin
de la cocina”; a él se deben aforismos como “un postre sin queso es como una
bella dama a la que le falta un ojo”; o aún más drástico: “El descubrimiento de
un nuevo plato hace más por la felicidad de la Humanidad que el descubrimiento
de una nueva estrella. Estrellas ya hay bastantes”. Admirador fervoroso de este
francés fue el mexicano universal, regiomontano sibarita y epicúreo, invitado
ideal al Banquete de Trimalción,
Alfonso Reyes, otro Tauro gozoso –como Baquero- del 17 de mayo, quien en su Memorias de cocina y de bodega (1953), refiriéndose
a la nouvelle cuisine y al “Manifiesto de la cocina futurista” del
enloquecido fascista italiano Marinetti, la consideró como “una revoltura de
perfumería, química y farmacia”, destinada sólo “a aligerar el peso de un
hombre hasta hacerlo digno del aluminio, el material del porvenir”. Gran
anfitrión, Reyes asumía en sus convites la máxima de Eca de Queiroz: “Nunca
invitar a menos comensales que las Gracias (3) ni más que las Musas (9)”. Mucho
antes de su gastronómica Memoria, se
permitió publicar sus gozosos versos dedicados al placer de comer en su Minuta. Juego poético (1935), toda una
declaración de vida. Los escritores y artistas han sentido generalmente una
indeclinable afición por la buena cocina, como en el caso ejemplar de Eliseo
Alberto de Diego y García-Marruz.
“Lichi” Diego, además de un novelista tierno e intenso, un hombre inmenso y entrañable, y un poeta en toda su cotidianidad, fue uno de los mejores cocineros que he conocido y disfrutado. Muchos pueden dar fe directa, gozosa y reiterada de esta aseveración. “Lichi” cocinaba mucho y bien: cada día en sus diferentes casas del exilio mexicano, reunía numerosos amigos, algunos que ya resultaban sus habituées y otros invitados, que eran sus adorados “parroquianos”. Entonces se comía divinamente, y después del postre, la sobremesa era también un agasajo: escucharlo leer fragmentos de su última novela o el artículo en proceso para publicar al día siguiente, o sus memorias, o sus mil y una mentiras, fruto de su imaginación desbordada, como la de “las cartas de Rose Kennedy a su abuela”, o “la tristísima historia del incomprendido bombero de Bayamo” ... Y después de tanta comida uno terminaba riendo y llorando al mismo tiempo, con una especial alegría melancólica que impregnaba a Lichi como su verdadera naturaleza. Era un llanto alegre, profundo, intenso, con el preámbulo gratísimo de sus frijoles negros, y las frituras de malanga o bacalao. Entre los Diego, el llanto es un antiguo motivo de celebración. Una vez, Bella –la mamá quien tan bien llevaba puesto su nombre, que la describía por fuera y por dentro, la misma que aparece en “Con pura magia satisfechos”- confesaba: “Ayer nos pusimos en casa a ver fotos viejas y no paramos de llorar toda la tarde... ¡Qué día tan bonito pasamos!”. Y Lichi era cortado exactamente por esa misma medida materno-paternal.
Decía
Lichi que el manjar por excelencia para la familia era el tamal en cazuela, y
seguramente San Pedro, los domingos, preparaba en el Cielo una enorme fuente de
ese plato, porque era el día del Señor y de la familia. Él ahora seguramente
está allí con el custodio de las llaves celestiales, ayudando a preparar –o
quizá dirigiendo- el oloroso sofrito con mucho ajo, espeso puré de tomate y dorados
chicharrones.
La
comida nutre y une, funde en un sólo ser. La mesa es una prolongación –o un
anticipo- de la cama (depende del orden de los factores, que como sabemos no
afecta el producto). Por tanto, Sabor
cubano es un libro de vínculo y disfrute: así lo recibimos y por tal lo
celebramos. Pero es también en sí mismo un anuncio promisorio y un compromiso
histórico: sueño, espero y sé que veré el día donde los cubanos, provenientes
de todos los rincones del planeta, concurran en una gran plaza de la isla para
la cita fraternal de una enorme familia dispersa, donde fundirse, codo con
codo, alrededor de la más gigantesca y aromática olla, repleta hasta los bordes
de ese anfictiónico tamal en cazuela
que decía Lichi: como Dios –y Martí- mandan.
[1]
En efecto, Carreño nunca escribió un Manual
de urbanidad “cubano” (hubiera sido útil), aunque sí su famoso libro que
circuló ampliamente en el mundo iberoamericano, y que en España fue adoptado
como obra de texto oficial para las escuelas públicas.
Hola, Alejandro! Exquisito texto. Lo he compartido con toda mi tribu pues me gocé cada palabra. Una pregunta, por favor: dónde puedo conseguir el libro de Lichi Sabor cubano? Lo busqué en Amazon y no lo encontré. Gracias por todo!
ReplyDeleteHola, Alejandro! Exquisito texto. Lo he compartido con toda mi tribu pues me gocé cada palabra. Una pregunta, por favor: dónde puedo conseguir el libro de Lichi Sabor cubano? Lo busqué en Amazon y no lo encontré. Gracias por todo!
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