Por Carlos Cabrera Pérez
María C. Werlau (La Habana, 1959) Graduada en Georgetown University, fue banquera con una carrera brillante, llegando a la vicepresidencia segunda del Chase Manhattan Bank, pero el tema cubano siempre la estuvo rondando hasta que se lanzó al ruedo y fundó Archivo Cuba, un trabajo ciclópeo que documenta 7.437 muertos o desaparecidos durante el castrismo, la reciente colonización de Cuba a Venezuela,y la venta de servicios médicos cubanos en el extranjero, con jugosos contratos para el gobierno y leoninos para médicos y demás personal sanitario.
Pero esta vez, Werlau no abordará parte de su trabajo investigativo de 21 años sobre el terror castrista y sus mañas de supervivencia, sino una tragedia personal que la vincula directamente con la batalla inconclusa de Playa Girón, que se inició el 17 de abril de hace 60 años y en la que se mataron o desaparecieron 272 cubanos, entre ellos, su padre Armando Cañizares Gamboa que, habiendo combatido junto a Che Guevara en la Sierra Maestra, se fue a Miami con su esposa embarazada, ex combatiente del Movimiento 26 de julio, y la pequeña María, tras avisarle un compañero de lucha que la seguridad comunista preparaba su captura tras identificarlo como miembro de la naciente oposición clandestina, junto a otros combatientes de la sierra y el llano.
Su padre regresó a Cuba como miembro de la Brigada 2506, donde desapareció el 21 de abril de 1961 y nunca más su viuda, ya fallecida, y su hija supieron de su paradero, aunque aún a María C. Werlau le quedaba por superar una artera maniobra de La Habana, que usó a un supuesto agente en Estados Unidos para comunicarles que Armando Cañizares Gamboa estaba vivo.
¿Cómo se enteró tu mamá de la muerte de su esposo?
Varias semanas después de la invasión, mi madre fue a la consulta de un médico en Miami, buscando tratamiento para la migraña, causada por el estrés. Allí vio un ejemplar de la revista Life (mayo de 1961), que contenía un reportaje sobre la invasión. Hojeándola, encontró una foto en la que reconoció a su esposo, mi padre, al parecer muerto.
Cuando años después, mi tío fue liberado de la prisión y llegó a Miami, le confirmó que una bala arrancó a mi padre su chapilla de identificación y que él se la había atado a sus pantalones, tal como aparecía en la fotografía. Yo me enteré de la existencia de la foto al cumplir 17 años. Mi madre se negó a enseñármela. Ni siquiera la guardaba en casa. Fui a la biblioteca de la universidad y la encontré, pero no se lo dije.
Mi madre le rogó a mi padre que no se incorporara a la Brigada 2506, porque la familia tenía ahora dos bebés -mi hermano recién nacido y yo con un año, acababa de llegar al exilio y disponía de muy pocos recursos- pero mi padre insistió en que, habiendo ayudado a Castro a alcanzar el poder, tenía la obligación moral –hacia sus hijos y hacia Cuba- de contribuir a derrocarlo.
Mis tíos Julio y Francisco, y el marido de mi tía, José, también se incorporaron a la Brigada 2506. Cuatro esposas y siete niños pequeños quedaron en Estados Unidos, rezando y esperando. Mi padre partió hacia los campamentos de Guatemala el 18 de enero de 1961. Nunca volvimos a verlo. Por suerte, mis tíos sí regresaron.
Mi padre y su hermano Julio formaron parte de un reducido grupo que luchó intensamente y, durante cuatro días, evitaron que los capturaran, pese a que estaban consternados por la falta del apoyo aéreo prometido.
Largamente superados en número, los invasores fueron machacados por los aviones de la fuerza aérea gubernamental que, supuestamente, debían de haber sido neutralizados en tierra, el día 15. Convencidos de que la invasión había fracasado, los supervivientes trataron de romper el cerco de las fuerzas castristas y marchar a las montañas del Escambray, para unirse a las guerrillas que operaban allí.
Fatigados y hambrientos, se quedaron dormidos. Un grupo de milicianos los descubrió, empezó a dispararles y se produjo un tiroteo. Mi padre y su amigo, Manuel Rionda, estaban malheridos por los disparos y las esquirlas de una granada. Los milicianos que los capturaron se negaron a prestarles atención médica y obligaron al resto del grupo a separarse de ellos. Nunca volvió a saberse nada de Manuel ni de mi padre.
¿Y qué pasó con tus tíos?
Desde el inicio de la invasión, el gobierno emprendió una redada masiva de civiles. Mis abuelos paternos, que vivían en Camagüey, fueron arrestados junto con miles de otros cubanos sospechosos de ser contrarrevolucionarios. Cuando por fin fueron puestos en libertad, mi abuela se enteró que -probablemente- mi padre había muerto y de que mi tío estaba en prisión, y, destrozada por el dolor, sufrió infarto cardíaco. Por suerte, logró sobrevivir. La muerte de mi padre –real o supuesta- había ocurrido el día del cumpleaños de mi abuela.
Nuestros parientes que vivían en Cuba buscaron desesperadamente a Manuel y a mi padre. El gobierno cubano se negó a dar información alguna o a confirmar el fallecimiento de ambos hombres, pese a las reiteradas súplicas de sus familiares, e hizo caso omiso de las peticiones que se formularon por conducto de la Cruz Roja Internacional. A la madre de Manuel le estafaron una considerable suma de dinero, que era difícil de obtener en Cuba en esos días. La promesa de devolverle los cadáveres para que pudiera darles sepultura fue sólo una treta montada por un miliciano a fin de extorsionar a la afligida madre.
Mientras mi tío Julio estuvo en la cárcel con el resto de los brigadistas presos, los sufrimientos se acumularon para las familias de los prisioneros. Las visitas de los parientes que aún vivían en Cuba fueron otras tantas ocasiones para que el gobierno de Castro los humillara y atropellara. Mi abuela nos contaría después que a las mujeres las desnudaban, las cacheaban de manera irrespetuosa y se burlaban de ellas. Entre las experiencias deplorables que presenció recordaba cómo una guardiana del penal tiraba por el aire la prótesis de seno de una señora mayor que había ido a visitar a su hijo.
Muchas de las mejores amigas de mi madre atravesaban una situación similar, con los maridos en prisión, heridos o fallecidos, y niños pequeños. Muchos de esos hombres ni siquiera murieron en combate. Simplemente, los soldados del régimen les dieron caza cuando la munición se les había agotado o fueron asesinados en el momento mismo de la captura. Nueve miembros de la Brigada 2506 murieron asfixiados cuando sus verdugos hacinaron a un centenar de prisioneros en un camión-rastra herméticamente cerrado. Ese horno mortal sobre ruedas tardó ocho horas en llegar a La Habana, mientras los hombres gritaban desesperadamente pidiendo clemencia.
Cuando ya parecía asumido el dolor, y arropada por la familia, incluidos tus abuelos que pudieron salir de Cuba, recibes una extraña confidencia...
En 1981, recibí información de un hombre que vivía en Las Vegas y que insistía en que mi padre y su primo estaban vivos en una cárcel de Cuba. Me habló de los ojos color verde de mi padre, sabía que era oriundo de Camagüey y se refería a sus dos hermanos por sus nombres de pila. Esta noticia me produjo una gran conmoción y rápidamente traté de confirmarla.
Como no quería que mi madre tuviera que pasar por nuevos trastornos emocionales, pedí ayuda a mis tíos. Tras indagar sobre el asunto, se enteraron de que ese hombre era probablemente un espía de Castro residente en Estados Unidos. Supusimos que su objetivo era aprovecharse de cualquiera, probablemente en cumplimiento de órdenes superiores.
El cruel engaño no pudo llegar en peor momento; pocos meses antes, mi familia había sufrido una pérdida atroz, mi querido y único hermano, Armando Cañizares murió en un accidente de tráfico, causado por un conductor ebrio. Mi madre no supo de este incidente hasta muchos años después.
Mi hermano sólo tenía 19 años cuando murió. Mi pena fue muy profunda en múltiples dimensiones, pero uno de los aspectos que más me afectó fue saber que él había sufrido más que yo por la carencia de un padre –y yo la había padecido mucho-. La pérdida de mi padre también marcó para siempre a mis abuelos y al resto de sus hermanos. En cuanto a mi madre, apenas alcanzo a hablar de cuánto le afectó, pues me resulta demasiado doloroso.
¿Cómo influyó la trágica desaparición de tu padre, en tu decisión de fundar Archivo Cuba y el trabajo que realizas?
En muchas ocasiones he visto cómo una pérdida así repercute en la vida de mucha gente; es como una piedra que cae en un lago y genera ondas concéntricas que van causando dolor a numerosas personas en distintos grados de intensidad, según su cercanía a la persona desaparecida.
Y esta apreciación se refleja en la labor que realizo en Archivo Cuba porque la persona fallecida o desaparecida paga sin duda el precio más elevado, pero también hay muchas otras víctimas con diferentes niveles de sufrimiento.
Desaparecido tu papá, ¿cómo se reorganizó la familia, teniendo en cuenta que estaba separada, tus abuelos y otros parientes en Cuba y ustedes en el exilio?
Mi mamá, María del Carmen Cuca Pino, nunca volvió a casarse. El amor mutuo que ella y mi padre se habían profesado fue muy intenso. Mi madre sentía un compromiso apasionado con la libertad de Cuba y trabajó incansablemente en asuntos relativos a los derechos humanos, como directora del grupo Madres Contra la Represión (MAR, por sus siglas en inglés) y el Free Society Project, que ayudó a crear el proyecto Archivo Cuba.
Mis tíos Julio y Francisco, y el marido de mi tía, José, también se incorporaron a la Brigada 2506. Cuatro esposas y siete niños pequeños quedaron en Estados Unidos, rezando y esperando. Mi padre partió hacia los campamentos de Guatemala el 18 de enero de 1961. Nunca volvimos a verlo. Por suerte, mis tíos sí regresaron.
Mi padre y su hermano Julio formaron parte de un reducido grupo que luchó intensamente y, durante cuatro días, evitaron que los capturaran, pese a que estaban consternados por la falta del apoyo aéreo prometido.
Largamente superados en número, los invasores fueron machacados por los aviones de la fuerza aérea gubernamental que, supuestamente, debían de haber sido neutralizados en tierra, el día 15. Convencidos de que la invasión había fracasado, los supervivientes trataron de romper el cerco de las fuerzas castristas y marchar a las montañas del Escambray, para unirse a las guerrillas que operaban allí.
Fatigados y hambrientos, se quedaron dormidos. Un grupo de milicianos los descubrió, empezó a dispararles y se produjo un tiroteo. Mi padre y su amigo, Manuel Rionda, estaban malheridos por los disparos y las esquirlas de una granada. Los milicianos que los capturaron se negaron a prestarles atención médica y obligaron al resto del grupo a separarse de ellos. Nunca volvió a saberse nada de Manuel ni de mi padre.
¿Y qué pasó con tus tíos?
Desde el inicio de la invasión, el gobierno emprendió una redada masiva de civiles. Mis abuelos paternos, que vivían en Camagüey, fueron arrestados junto con miles de otros cubanos sospechosos de ser contrarrevolucionarios. Cuando por fin fueron puestos en libertad, mi abuela se enteró que -probablemente- mi padre había muerto y de que mi tío estaba en prisión, y, destrozada por el dolor, sufrió infarto cardíaco. Por suerte, logró sobrevivir. La muerte de mi padre –real o supuesta- había ocurrido el día del cumpleaños de mi abuela.
Nuestros parientes que vivían en Cuba buscaron desesperadamente a Manuel y a mi padre. El gobierno cubano se negó a dar información alguna o a confirmar el fallecimiento de ambos hombres, pese a las reiteradas súplicas de sus familiares, e hizo caso omiso de las peticiones que se formularon por conducto de la Cruz Roja Internacional. A la madre de Manuel le estafaron una considerable suma de dinero, que era difícil de obtener en Cuba en esos días. La promesa de devolverle los cadáveres para que pudiera darles sepultura fue sólo una treta montada por un miliciano a fin de extorsionar a la afligida madre.
Mientras mi tío Julio estuvo en la cárcel con el resto de los brigadistas presos, los sufrimientos se acumularon para las familias de los prisioneros. Las visitas de los parientes que aún vivían en Cuba fueron otras tantas ocasiones para que el gobierno de Castro los humillara y atropellara. Mi abuela nos contaría después que a las mujeres las desnudaban, las cacheaban de manera irrespetuosa y se burlaban de ellas. Entre las experiencias deplorables que presenció recordaba cómo una guardiana del penal tiraba por el aire la prótesis de seno de una señora mayor que había ido a visitar a su hijo.
Muchas de las mejores amigas de mi madre atravesaban una situación similar, con los maridos en prisión, heridos o fallecidos, y niños pequeños. Muchos de esos hombres ni siquiera murieron en combate. Simplemente, los soldados del régimen les dieron caza cuando la munición se les había agotado o fueron asesinados en el momento mismo de la captura. Nueve miembros de la Brigada 2506 murieron asfixiados cuando sus verdugos hacinaron a un centenar de prisioneros en un camión-rastra herméticamente cerrado. Ese horno mortal sobre ruedas tardó ocho horas en llegar a La Habana, mientras los hombres gritaban desesperadamente pidiendo clemencia.
Cuando ya parecía asumido el dolor, y arropada por la familia, incluidos tus abuelos que pudieron salir de Cuba, recibes una extraña confidencia...
En 1981, recibí información de un hombre que vivía en Las Vegas y que insistía en que mi padre y su primo estaban vivos en una cárcel de Cuba. Me habló de los ojos color verde de mi padre, sabía que era oriundo de Camagüey y se refería a sus dos hermanos por sus nombres de pila. Esta noticia me produjo una gran conmoción y rápidamente traté de confirmarla.
Como no quería que mi madre tuviera que pasar por nuevos trastornos emocionales, pedí ayuda a mis tíos. Tras indagar sobre el asunto, se enteraron de que ese hombre era probablemente un espía de Castro residente en Estados Unidos. Supusimos que su objetivo era aprovecharse de cualquiera, probablemente en cumplimiento de órdenes superiores.
El cruel engaño no pudo llegar en peor momento; pocos meses antes, mi familia había sufrido una pérdida atroz, mi querido y único hermano, Armando Cañizares murió en un accidente de tráfico, causado por un conductor ebrio. Mi madre no supo de este incidente hasta muchos años después.
Mi hermano sólo tenía 19 años cuando murió. Mi pena fue muy profunda en múltiples dimensiones, pero uno de los aspectos que más me afectó fue saber que él había sufrido más que yo por la carencia de un padre –y yo la había padecido mucho-. La pérdida de mi padre también marcó para siempre a mis abuelos y al resto de sus hermanos. En cuanto a mi madre, apenas alcanzo a hablar de cuánto le afectó, pues me resulta demasiado doloroso.
¿Cómo influyó la trágica desaparición de tu padre, en tu decisión de fundar Archivo Cuba y el trabajo que realizas?
En muchas ocasiones he visto cómo una pérdida así repercute en la vida de mucha gente; es como una piedra que cae en un lago y genera ondas concéntricas que van causando dolor a numerosas personas en distintos grados de intensidad, según su cercanía a la persona desaparecida.
Y esta apreciación se refleja en la labor que realizo en Archivo Cuba porque la persona fallecida o desaparecida paga sin duda el precio más elevado, pero también hay muchas otras víctimas con diferentes niveles de sufrimiento.
Desaparecido tu papá, ¿cómo se reorganizó la familia, teniendo en cuenta que estaba separada, tus abuelos y otros parientes en Cuba y ustedes en el exilio?
Mi mamá, María del Carmen Cuca Pino, nunca volvió a casarse. El amor mutuo que ella y mi padre se habían profesado fue muy intenso. Mi madre sentía un compromiso apasionado con la libertad de Cuba y trabajó incansablemente en asuntos relativos a los derechos humanos, como directora del grupo Madres Contra la Represión (MAR, por sus siglas en inglés) y el Free Society Project, que ayudó a crear el proyecto Archivo Cuba.
Mi madre murió de cáncer en julio de 2008. Fue una pérdida devastadora para mí, pero dejó un profundo amor que siempre está conmigo. Y su amor por la patria y la libertad, su empeño de promover la armonía y la justicia en el mundo, su honda fe religiosa y su estoicismo ante las dificultades y los sufrimientos son mi fuente de constante inspiración. Sin embargo, siempre me apena pensar en la frustración y la profunda tristeza que padeció durante casi toda su vida por la prolongación del totalitarismo en Cuba y el largo sufrimiento de su pueblo.
Mis abuelos paternos lograron salir de Cuba y llegaron a Estados Unidos en 1965. La suerte estaba echada: un sistema basado en el odio y dirigido con puño de hierro que parecía ya irreversible.
Mis abuelos habían padecido la pérdida de un hijo, la separación de todos sus hijos y nietos, la derrota de los mejores empeños de liberar a Cuba en Girón y mediante la insurrección del Escambray. Habían perdido sus tierras, confiscadas por el Estado comunista, como casi toda la propiedad privada del país. Al no disponer de otro lugar donde vivir, tuvieron que permanecer en la casa de su antigua finca, afrontando humillaciones diarias y contemplando cómo los ineptos funcionarios del Estado destruían el trabajo de toda una vida.
Recuerdo nítidamente la llegada de mis abuelos al aeropuerto de Miami. Yo tenía entonces seis años de edad. Era un gran día, mi hermano, mis primos y yo estábamos muy emocionados, porque no los conocíamos. ¡Hasta dejamos de ir a clase ese día! Mi abuela, tenía la reputación de ser una persona de carácter muy fuerte y la idea de estar en su presencia me infundía temor.
Pero, desde el primer momento en que nos vimos, el vínculo emocional fue inmediato. Luego, a menudo me diría que mirarme era como estar viendo a mi padre. Mi abuela era una persona muy fuerte, pero cada vez que se mencionaba el nombre de mi padre, sus ojos se llenaban de lágrimas.
Mis cuatro abuelos fallecieron hace ya algún tiempo, sin volver a ver de nuevo su patria. Mi abuela materna, Carmen Cros, que murió en 1998, tenía la personalidad más optimista que uno pueda imaginar. Padeció en privado muchas penas, nunca se quejó de nada y fue una mujer alegre y divertida hasta el último día de sus 91 años.
Sin embargo, sus últimas palabras antes de morir fueron de añoranza por la ciudad de Santiago de Cuba, donde había nacido, que no había vuelto a ver en los últimos 37 años: “Ah, las calles de Santiago…”, decía, mientras sostenía apretadamente una estatua de plata en miniatura de la Virgen de la Caridad del Cobre, una de las pocas cosas que había logrado sacar de Cuba, cuando marchó al exilio.
Mi tío Fidel Pino, único hermano de mi madre, que fue como un padre para mí, tampoco volvió nunca a Cuba y por desgracia murió de cáncer, todavía joven, en 1999. Siempre hablábamos de la isla. Era ingeniero, tenía un carácter muy noble y un gran amor por su patria. Entre sus muchos proyectos concibió un plan para reconstruir las infraestructuras de Cuba.
¿Tu tío Julio consiguió superar el dolor por la muerte su hermano Armando, tu padre?
Mi tío Julio, que desembarcó con mi padre en bahía de Cochinos, nunca superó el trauma por la muerte de mi padre y el fracaso de los esfuerzos que ambos realizaron en favor de la libertad de Cuba… ni siquiera lo ha superado hoy, después de sesenta años.
Los dos hermanos se adoraban y siempre estaban juntos. Uno de mis recuerdos más antiguos es el de mi tío sentado en el umbral de su casa de Miami, con una camisa a cuadros de mangas cortas, supongo que estaría recién salido de las prisiones cubanas. Nos miraba a su hija pequeña, a mi hermano y a mí mientras jugábamos. Yo tendría entonces unos tres años de edad, pero fui capaz de comprender que estaba triste, muy, muy triste.
Mi otro tío, Francisco, murió en 2005. Tras el fracaso de la invasión, se jugó la vida en reiteradas ocasiones como miembro de equipos de infiltración organizados y financiados por el gobierno del presidente Kennedy para prestar apoyo a la resistencia anticomunista, dentro de Cuba. Mi madre guardaba, como un tesoro, un hermoso caracol que le había traído de una de aquellas expediciones, recuerdo de su añorada Cuba.
Todas estas magníficas personas, a las que tanto he querido, se marcharon de este mundo con la pesadumbre de no haber visto la libertad restaurada en Cuba y no haber podido volver a verla. Su historia resume la de tantos cubanos que han padecido la pena del destierro.
Pese a tu profundo sufrimiento de hija sin padre y la estrechez económica de tu familia, consigues graduarte en Georgetown y llegar a vicepresidenta del Chase Manhattan Bank; ¿cómo viviste el sueño americano y cómo vislumbras a Cuba?
Como solía decir mi madre, en más de un sentido, nuestra familia tuvo la suerte de poder escapar de Cuba y vivimos en libertad, mientras que los que han quedado allí deben pasarlo mucho peor. El peso de todo este dolor compartido se hace mayor porque esta larga pesadilla todavía no ha concluido.
Este viernes, Raúl anunció la salida formal del poder del último Castro Ruz, dejando a Cuba en la miseria y convertida en una gran cárcel, pero Cuba será libre y el pueblo cubano logrará por fin forjar su destino en paz, con esperanza en el futuro. Mientras eso no ocurra, el sueño sigue vivo, pero nuestro deber es hacerlo realidad.
Mis abuelos paternos lograron salir de Cuba y llegaron a Estados Unidos en 1965. La suerte estaba echada: un sistema basado en el odio y dirigido con puño de hierro que parecía ya irreversible.
Mis abuelos habían padecido la pérdida de un hijo, la separación de todos sus hijos y nietos, la derrota de los mejores empeños de liberar a Cuba en Girón y mediante la insurrección del Escambray. Habían perdido sus tierras, confiscadas por el Estado comunista, como casi toda la propiedad privada del país. Al no disponer de otro lugar donde vivir, tuvieron que permanecer en la casa de su antigua finca, afrontando humillaciones diarias y contemplando cómo los ineptos funcionarios del Estado destruían el trabajo de toda una vida.
Recuerdo nítidamente la llegada de mis abuelos al aeropuerto de Miami. Yo tenía entonces seis años de edad. Era un gran día, mi hermano, mis primos y yo estábamos muy emocionados, porque no los conocíamos. ¡Hasta dejamos de ir a clase ese día! Mi abuela, tenía la reputación de ser una persona de carácter muy fuerte y la idea de estar en su presencia me infundía temor.
Pero, desde el primer momento en que nos vimos, el vínculo emocional fue inmediato. Luego, a menudo me diría que mirarme era como estar viendo a mi padre. Mi abuela era una persona muy fuerte, pero cada vez que se mencionaba el nombre de mi padre, sus ojos se llenaban de lágrimas.
Mis cuatro abuelos fallecieron hace ya algún tiempo, sin volver a ver de nuevo su patria. Mi abuela materna, Carmen Cros, que murió en 1998, tenía la personalidad más optimista que uno pueda imaginar. Padeció en privado muchas penas, nunca se quejó de nada y fue una mujer alegre y divertida hasta el último día de sus 91 años.
Sin embargo, sus últimas palabras antes de morir fueron de añoranza por la ciudad de Santiago de Cuba, donde había nacido, que no había vuelto a ver en los últimos 37 años: “Ah, las calles de Santiago…”, decía, mientras sostenía apretadamente una estatua de plata en miniatura de la Virgen de la Caridad del Cobre, una de las pocas cosas que había logrado sacar de Cuba, cuando marchó al exilio.
Mi tío Fidel Pino, único hermano de mi madre, que fue como un padre para mí, tampoco volvió nunca a Cuba y por desgracia murió de cáncer, todavía joven, en 1999. Siempre hablábamos de la isla. Era ingeniero, tenía un carácter muy noble y un gran amor por su patria. Entre sus muchos proyectos concibió un plan para reconstruir las infraestructuras de Cuba.
¿Tu tío Julio consiguió superar el dolor por la muerte su hermano Armando, tu padre?
Mi tío Julio, que desembarcó con mi padre en bahía de Cochinos, nunca superó el trauma por la muerte de mi padre y el fracaso de los esfuerzos que ambos realizaron en favor de la libertad de Cuba… ni siquiera lo ha superado hoy, después de sesenta años.
Los dos hermanos se adoraban y siempre estaban juntos. Uno de mis recuerdos más antiguos es el de mi tío sentado en el umbral de su casa de Miami, con una camisa a cuadros de mangas cortas, supongo que estaría recién salido de las prisiones cubanas. Nos miraba a su hija pequeña, a mi hermano y a mí mientras jugábamos. Yo tendría entonces unos tres años de edad, pero fui capaz de comprender que estaba triste, muy, muy triste.
Mi otro tío, Francisco, murió en 2005. Tras el fracaso de la invasión, se jugó la vida en reiteradas ocasiones como miembro de equipos de infiltración organizados y financiados por el gobierno del presidente Kennedy para prestar apoyo a la resistencia anticomunista, dentro de Cuba. Mi madre guardaba, como un tesoro, un hermoso caracol que le había traído de una de aquellas expediciones, recuerdo de su añorada Cuba.
Todas estas magníficas personas, a las que tanto he querido, se marcharon de este mundo con la pesadumbre de no haber visto la libertad restaurada en Cuba y no haber podido volver a verla. Su historia resume la de tantos cubanos que han padecido la pena del destierro.
Pese a tu profundo sufrimiento de hija sin padre y la estrechez económica de tu familia, consigues graduarte en Georgetown y llegar a vicepresidenta del Chase Manhattan Bank; ¿cómo viviste el sueño americano y cómo vislumbras a Cuba?
Como solía decir mi madre, en más de un sentido, nuestra familia tuvo la suerte de poder escapar de Cuba y vivimos en libertad, mientras que los que han quedado allí deben pasarlo mucho peor. El peso de todo este dolor compartido se hace mayor porque esta larga pesadilla todavía no ha concluido.
Este viernes, Raúl anunció la salida formal del poder del último Castro Ruz, dejando a Cuba en la miseria y convertida en una gran cárcel, pero Cuba será libre y el pueblo cubano logrará por fin forjar su destino en paz, con esperanza en el futuro. Mientras eso no ocurra, el sueño sigue vivo, pero nuestro deber es hacerlo realidad.
Tomado de Cibercuba
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