Por Alejandro González Acosta
Si a las asociaciones vamos, el equivalente cubano de la madeleine proustiana es un tostón dorado, restregado con sal y ajo machacado. No hay paladar ni lóbulo frontal cubano que resista ese golpe de sensaciones: se remonta uno a la infancia, cuando andaba a gatas por la casa, mirando todo con ojos nuevos y curiosos.
En la infancia está todo y queda para siempre; eso lo sabían muy bien Proust y Casal: existe un olor especial de La Habana en mi infancia. Recuerdo como si fuera hoy el aroma de la antigua calle Neptuno y sus alrededores, y un poco más allá, en las mañanas de los sábados, cuando abrían sus puertas para ventilarse de la noche de intensos placeres el Palermo Club, el Gato Negro, el Pulmann, el Bar Fornos, La Zaragozana, El Castillo de Jagua, Rancho Luna, El Baturro, La Moda... Sólo he vuelto a encontrar por una sola vez ese olor distintivo en otra ciudad: en New Orleans, en Bourbon Street, el día siguiente al Mardi Grass. Existe, también poderosa, una memoria olfativa, tan fuerte como la visual o la del paladar.
He dicho en otra oportunidad que en México existe una decidida y antigua vocación para idealizar “lo cubano”: tanto es así, que la torta más rica que puede encontrarse, la que suma más ingredientes y es más sabrosa, recibe el nombre de “cubana” ... aunque en Cuba, nunca, ni ahora ni antes, se hayan comido tortas, sino sandwichs (o bocaditos). Todo el mundo sabe que si alguien es sorprendido en la isla introduciendo un pedazo de aguacate dentro de un pan, inmediatamente será internado en un hospital psiquiátrico, y eso es por completo lógico, pues todos estamos de acuerdo que con toda normalidad lo que sí se puede meter en un pan, es un bistec... con un plátano de fruta.
También en México, el chile más “picoso” recibe la denominación de “habanero”, lo cual hace suponer a muchos amigos aztecas que en La Habana se consume picante en grandes cantidades. Sin embargo, tuve la oportunidad de desentrañar ese enigma hace un tiempo, revisando archivos añejos y polvorientos: los cargamentos de ese “chile” llegaban en el Galeón de Manila (mal llamado Nao de China) al puerto de Acapulco, provenientes de Malasia y las Filipinas, y se registraban como “chile Javanero” (es decir, de Java) y con el tiempo la “j” se fue aspirando y se absorbió, quedando como “h” muda: habanero. El uso del picante en Cuba es muy limitado, ciñéndose a los frijoles negros, a los cangrejos moros (enchilados) y algunos pescados de carne firme. El más socorrido es el “ají cachucha” y otro, todavía mucho más incendiario, que tiene un nombre muy popular y conocido, pero impronunciable entre personas educadas, aunque solían referirse a él con absoluta normalidad las correctas y pudibundas damas cubanas en sus quehaceres culinarios. Y no es el ají guaguao, como me sugirió algún amigo curioso...
Al influjo de la cocina cubana han sucumbido muchos, propios y extraños. El gran Alfonso el Sabio, no Décimo sino Reyes, el mexicano, contaba en una de sus más entrañables cartas[1] cómo siendo un pobre exiliado político en Madrid, hasta su humilde ático ascendían los vapores más tentadores, procedentes del fogón de un vecino cubano, quien una vez lo invitó a compartir su mesa, y ya allí se quedó, como comensal permanente y amigo entrañable: se trataba nada menos que de un culto aristócrata cubano, don José María Chacón y Calvo, Conde de Casa Bayona y Gran Señor de la Villa de Santa María del Rosario, quien heredó de sus antepasados la receta –sospecho que lamentablemente perdida- de la deliciosa “salsa roja para los frijoles negros de los Marqueses de Aguas Claras”, sus primos, los Ponce de León y Ponce de León.
El famoso “sandwich cubano” –“sangüiche” he escuchado decir y visto anunciar- es un compendio de sabores reunidos entre dos tapas de pan “de flauta”; una variante más exquisita de éste es el “Sandwich Elena Ruz” (no Helen Ruth como algunos pretenden anglicanizar) pues recibe el nombre de una distinguida joven de la sociedad habanera que lo creó, en El Carmelo de Calzada y D, en El Vedado: Elena Ruz Valdés-Faulli. Debo señalar que El Vedado también fue la cuna, pero en Zapata y A, de la famosa “Frita cubana” creada... por un gallego: Sebastián Carro. Era la época donde había satisfacción para todos los paladares, los más encumbrados y los más humildes: lo mismo en los jugosos “filetes Chateaubriand” que las tentadoras “langostas Thermidor”, o las seductoras “Ancas de rana rebosadas”, de “La Torre”, “El Emperador”, “Monseigneur”, o “El 1830”, que solían culminar con una “Crêpe Suzzete” o un teatral[2] “Baked Alaska Flambeau o Bombe”; pero por las calles en cualquier esquina se encontraban los puestos de fritas, las guaraperas, y los vendedores ambulantes que iban ofreciendo “coquitos quemados”, “merenguitos”, “pastelitos de guayaba y de carne”, “cangrejitos”, “señoritas”, “tocinillo del cielo”, “capuchinos en almíbar”, “brazo gitano”, “eclerc”, “panetelas borrachas”, “pan con timba” y aún bajo los techos más humildes, el “caldo de gallo” –también llamado guachipupa- preparado con copiosa y salvadora azúcar prieta disuelta en un vaso de agua simple. Y por si quedaba espacio en los estómagos, entonces pasaba el carrito de los Helados Guarina, anunciando al ritmo de sus cantarinas campanillas, “popsicles” y “cocos glacée”...
En esa época apareció la primera edición (1956) del gran clásico de la comida cubana: el libro Cocina al minuto, preparado por Niza Villapol y Martha Martínez[3], que después experimentaría sustantivas transformaciones y adaptaciones, acordes con los tiempos y las crecientes limitaciones en las despensas insulares. Primero programa de la radio en 1947, como parte de la programación de la “Escuela del hogar” y de “Tele Hogar”, pasó luego a la televisión bajo un lema que era su bandera y la llave para abrir todos los hogares: “con recetas fáciles y rápidas de hacer”; y se mantuvo por más de cuarenta años. Comenzó en la pantalla doméstica el 3 de julio de 1951, en URTV Canal 4, y luego se trasladó a la Estación CMBF: era un espacio diario de encuentro gastronómico entre la popular especialista y sus devotas seguidoras.
[1] La anécdota también la incorpora a su Memorias de cocina y de bodega (1953).
[2] No es casual el adjetivo. Comparto una anécdota: cuando comíamos en “El Emperador” o en “La Torre”, ambos en el Edificio Focsa, un amigo, diabético, siempre pedía este postre, pero nunca lo probaba. Un día le pregunté por qué hacía todo esto y me explicó: “Sinceramente, en realidad soy muy tímido. Y cuando pido ese postre, bajan las luces del restaurante para después flamearlo con licor y todo el mundo se vuelve a mirarnos. Es mi terapia...”
[3] La Habana, Talleres de Roger A. Queralt y “Artes Gráficas”, 350 pp.
El ají cachucha no es picante en la variedad usada popularmente en Cuba, se usa en el potaje de frijoles negros así como el culantro, para darle un sabor único, en otros guisos también, el consumo de picantes naturales es muy limitado en la isla.
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