Por Alejandro García
La historiografía tradicional española sobre la guerra de Cuba, en su versión más extendida, incide mucho en el abuso que los pérfidos estadounidenses cometieron sobre una pobre pequeña potencia de segunda fila, arrebatándole por la fuerza bruta su queridísima colonia aprovechándose de un conflicto interno; nos sabemos bien la película, pero solo a partir del incidente del Maine y las operaciones bélicas de 1898. También hace mucho hincapié en toda la histeria literaria de después de la previsible derrota, el pesimismo y el lamento del regeneracionismo, con ese sentido del pathos tan nuestro, que si la «España sin pulso», que si los nacionalismos, que si la fiesta terminó y hay que fregar los platos. Este análisis sesgado es mitología pura y dura que pasa de puntillas por un buen montón de factores clave sin los cuales es incomprensible todo el proceso. Entre otras cosas porque dejan en no muy buen lugar a unos cuantos «padres de la patria», pero sin los que no se entiende cómo y qué fue lo que realmente se perdió en Cuba; en la liquidación de los saldos del imperio hubo un grupo crucial para comprender no solo este turbio asunto, sino los convulsos acontecimientos de la política peninsular: el poderoso lobby negrero.
Cádiz, 1812. En plena Guerra de la Independencia, los liberales españoles, ante el vacío de poder dejado por Fernando VII, proclaman una constitución; es el principio del fin del Antiguo Régimen. En el texto se define España como la «reunión de los españoles de ambos hemisferios», lo que insinuaba algún cambio de estatus de los habitantes del imperio colonial hispano. Sin embargo, años más tarde, en la Constitución liberal de 1837 y ya independizada la mayor parte de las colonias, la cuestión se aplazaba sine die. Olvido deliberado que obedece, cómo no, al interés económico. Durante la época de la independencia americana, la isla de Cuba se mantuvo bajo dominio español, dado que era básicamente una enorme base de operaciones militares sometida a férreo control: estaba comandada por un capitán general nombrado desde la península, que reunía en su persona todos los poderes de un auténtico virrey. También era un gran negocio: su economía estaba orientada a la producción de tabaco y azúcar, procesado en complejos llamados «ingenios», que hacían amplio uso de la mano de obra esclava. Estos sumaban una cuarta parte de la población de Cuba, prueba viviente de que la importación de negros era también una apetitosa fuente de ingresos. Tráfico que por otra parte era ilegal desde principios de siglo, pequeño detalle que no impedía a una oligarquía peninsular —que iba desde negreros como Julián Zulueta hasta la propia familia rea— amasar enormes fortunas al amparo de esta indefinición política.
Así que hasta mediados de siglo más o menos, Cuba era un vacío legal que tenía a todo el mundo contento; los terratenientes criollos con sus plantaciones y esclavos, los empresarios peninsulares llevándoselo crudo con el transporte de negros, aranceles hiperproteccionistas y la exportación de azúcar. No se movía ni una leve brisilla en el Caribe español. Esta prosperidad cerrada a cal y canto era observada atentamente por la enorme y emergente república vecina, cuyos sucesivos intentos de comprar Cuba deberían haber puesto en guardia a las autoridades españolas. Pero por el momento, el balance de potencias permitía graciosamente a España mantener la soberanía: Gran Bretaña y Francia no querían una Cuba estadounidense, ni los norteamericanos una isla británica.
Este equilibrio interesado se iba a romper hacia mediados de siglo. El primer paso fue la liberalización del comercio, abriéndose la exportación a otros países. Pero el mercado europeo optará por el azúcar de remolacha, convirtiéndose los Estados Unidos en el principal cliente de los productores cubanos (en 1890 compraban más del noventa por ciento del azúcar isleño). Además, era una nación que toleraba la esclavitud, por lo que algunos criollos acariciaron la idea de la anexión, buscando mayor autonomía, menores impuestos y sus negros garantizados. Todo este sueño incongruente de una extraña república liberal esclavista se hundirá cuando los confederados pierdan la Guerra de Secesión en 1865. A partir de aquí, optaron por la vía reformista (dado que España el asunto de los esclavos no lo tocaba) para mejorar sus condiciones económicas. El rechazo del régimen de Isabel II a conceder cualquier tipo de autonomía a los propietarios cubanos arrojó a unos cuantos a las filas independentistas.
La revolución democrática de septiembre de 1868 en España —la Gloriosa— que echó a la reina del país, parecía que iba a traer por fin un estatus legal de provincia española a la isla, con la concesión de derechos civiles y abolición de la esclavitud, todo prometido por los revolucionarios. Sin embargo, a esas alturas pocos cubanos creían en las promesas de la administración española, que les había negado todo eso durante décadas. Los vientos de reforma llegan tarde: Carlos Manuel de Céspedes, un hacendado criollo, proclama la independencia cubana desde su ingenio de La Demajagua, en lo que se conoce como el Grito de Yara. Además, promete la emancipación de los esclavos que se le sumen. El primer independentismo cubano estará por tanto formado por dos sectores sociales: los negros y mulatos en busca de su liberación, y los pequeños propietarios criollos pidiendo derechos. Las guerrillas insurgentes comenzaron una feroz guerra de saqueos, sabotajes y emboscadas. El capitán general Lersundi contaba con tan solo siete mil hombres en la isla, que empleó a fondo para ahogar en sangre la revuelta, pero la rebelión crecía y los independentistas pronto controlaron las provincias Oriental y Camagüey. Justo en el peor momento posible para el flamante gobierno peninsular, que verá cómo el asunto cubano le explota en la cara.
Guerra de Cuba: embarque en el puerto de Barcelona de voluntarios catalanes en 1870, cuadro de Ramon Pedro Pijoan |
Una de las reivindicaciones principales de las clases populares que se sumaron con entusiasmo a la Gloriosa, punto fuerte del programa reformista de Prim, era la supresión de las odiadas «quintas». Se trataba de levas obligatorias de reclutas que el Estado sancionaba cuando necesitaba tropas; después de décadas de guerras carlistas e intervenciones en Marruecos, Cochinchina o México, la población estaba muy cansada ya del carísimo tributo de sangre que pagaba y las diputaciones hacían todo lo posible por buscar dinero con que eximir a sus chicos del combate. Con el inicio de las hostilidades, Prim tuvo que ciscarse en su promesa y decretar una «quinta» de veinticinco mil hombres para Cuba, lo que provocó que las mujeres madrileñas salieran a protestar airadamente. Por otro lado, el nivel de motivación, eficacia y entrenamiento de esta clase de tropas era muy dudoso.
En estas circunstancias, las familias burguesas con intereses en Cuba y los negocios negreros decidieron buscarse la vida por su cuenta para acabar con la rebelión. Frontalmente opuestos a cualquier modificación del status quo, desde el Banco de la Habana movieron sus abundantes capitales. Gente como Güell, Antonio López o Colomé por parte de la burguesía catalana, o negreros como Sotolongo o Pulido formaron el «partido español» y se dedicaron a reclutar los llamados «Voluntarios del Orden» por dieciséis reales cada uno (más del doble de lo que cobraba un peón albañil). Estos batallones de grato recuerdo en toda la isla se dedicaron a combatir a los independentistas, incendiando o saqueando casas y haciendas y cometiendo todo tipo de tropelías contra los civiles «sospechosos».
Guerra de Cuba, el embarco en el puerto de Barcelona de los voluntarios catalanes en 1870, de Ramon Pedro Pijoan.
Prim veía con claridad que la solución pasaba por una mayor autonomía, otorgar la ciudadanía española y abolir la esclavitud, términos que negociaba con los Estados Unidos, siempre presionando al gobierno español. Así llegó a Cuba el general Dulce, con la misión de negociar con los sublevados y pacificar la isla. Esto no lo podía consentir de ninguna manera el «partido español» de los negreros, así que se dedicó a sabotear los esfuerzos por pactar con Céspedes —asesinato del general Arango—. Dulce salió de Cuba echando pestes de los salvajes «voluntarios españoles» que «ensuciaban la bandera» patria dejando al gobierno en una curiosa paradoja. Por una parte, deseaba aplicar en Cuba la Constitución de 1869 y convertirla en provincia, pero por otra se veía atado de pies y manos ante los intereses del lobby negrero, que a fin de cuentas estaba pagando la guerra.
En este contexto, los ministros demócratas responsables de la cartera de Ultramar, Manuel Becerra y Segismundo Moret después, intentaron sacar adelante un proyecto de ley abolicionista, que se presentó al Congreso en 1870. La ley Moret preveía la libertad de vientres (los hijos de esclavo nacían libres), así como un impuesto especial a la esclavitud, la liberación de los ancianos, de los esclavos del Estado o de aquellos que ayudaran a las tropas españolas. Era una ley escalonada, con mucho jabón para no perder apoyos de aquellos que en definitiva estaban financiando la lucha. Aun así, la oposición fue firme, destacando especialmente en su labor obstruccionista en el Parlamento los diputados Cánovas del Castillo y Romero Robledo.
Mientras todo este jaleo tenía lugar en el Congreso, los del «partido español» seguían haciendo negocietes no muy limpios aprovechándose del conflicto: Manuel Calvo, copropietario de la naviera Antonio López y Compañía continuaba con el transporte de negros. Firma que además tenía la concesión exclusiva del traslado de tropas españolas a la isla; ingreso doble para el Marqués de Comillas. Manuel Girona, director del Banco de Barcelona, recaudaba fondos para contratar «voluntarios españolistas» y con la otra mano hacía préstamos a la Diputación barcelonesa para pagar la redención de los quintos de la ciudad. Estos eran el bando de los «patriotas». Pero esto no es lo peor; en su huida hacia adelante, no se detendrán ante nada.
En diciembre de 1870 Prim fue asesinado, posiblemente por instigación del duque de Montpensier, candidato al trono que ocuparía Amadeo de Saboya y que podría ocultar intereses cubanos detrás, aunque solo sea por la curiosa coincidencia de que nada más diñarla el militar catalán, el nuevo ministro de Ultramar, Ayala, paralizó la Ley Moret. Pero con el apoyo del nuevo monarca los gobiernos no cejaron en su propósito reformista: en 1872, el gabinete de Ruiz Zorrilla insistió en presentar al Congreso otra ley abolicionista. Aquí los negreros sacaron las uñas y las carteras, afilaron sus colmillos y echaron espumarajos por la boca: por todo el país se fundaron los llamados «Círculos Hispano-Ultramarinos» (Barcelona por los Güell, Madrid por el marqués de Manzanedo, Valencia, Sevilla, Jerez, etc.), asociaciones de empresarios con intereses en Cuba que formaron una red de presión política nunca vista hasta la fecha.
Con una contumacia sin límite, se dedicaron a difundir la idea de que abolir la esclavitud era «antipatriótico», desatando una oleada de histeria vociferante a través de los periódicos que controlaban. La campaña contra el gobierno arreció; la medida era el hundimiento económico de la nación, la traición a la patria y la fractura de España. Los «Círculos» y la posterior «Liga Nacional» de productores exigía dimisiones y mano dura con un gobierno que llevaba a España al desastre, los diputados conservadores trabajaban duro en las Cortes… Este brutal acoso al Ejecutivo se cobró sus frutos: coincidiendo con un alzamiento carlista y el descontento de los federales republicanos, el rey se vino abajo ante la presión negrera y abdicó, huyendo de este país de pesadilla. En 1874 estaban íntimamente conectados con los sectores políticos que conspiraron para derribar a la I República, siendo los alfonsinos, los militares y los negreros las tres caras de una misma moneda. La pieza que amalgamaba todo era el papá de la Restauración Monárquica, Antonio Cánovas del Castillo, muy implicado en el lobby cubano; emparentado con los Sotolongo, su hermano José era director del Banco Español de Cuba y su cuñada Mercedes Tejada O’Farrill procedía de una ilustre familia negrera. Su colega político Romero Robledo estaba casado con la hija del mencionado Zulueta.
Aunque había sido ministro de Ultramar y conocía a la perfección el problema cubano, Cánovas optó por favorecer a sus amiguetes con más inmovilismo, adornado eso sí con alguna que otra reforma. Con cien mil soldados ya en la isla, el general Martínez-Campos llegó en 1876 para terminar la guerra, cosa que logró tras negociar con los rebeldes la Paz de Zanjón dos años después. Para ello tuvo que hacer concesiones reformistas: España se comprometía a otorgar a Cuba un estatus similar al de Puerto Rico, abolir la esclavitud, implantar la libertad de prensa, ayuntamientos, autorizar la formación de partidos políticos e incorporar diputados cubanos al Parlamento. Pero cuando Martínez-Campos defendió en el Congreso lo que había firmado en Zanjón, los antiabolicionistas hicieron lo de siempre y el general quedó con el culo al aire sin poder cumplir lo pactado.
Tras la Guerra Chiquita (1879-80), el independentismo se retiró a sus cuarteles de invierno y se dedicó a organizarse políticamente. En 1892 José Martí fundó el Partido Revolucionario Cubano, cuyo objetivo era evidente. La secesión era un proceso imparable, más habida cuenta de la torpe e interesada visión de Cánovas sobre el asunto: Cuba era innegociablemente suelo español y por ello una cuestión de orden interno y no un problema internacional, ficción que mantenía a pesar de las continuas injerencias estadounidenses. No aceptaría presión o mediación alguna de otras potencias y se negaba a negociar con los rebeldes cualquier tipo de acuerdo autonomista. Así las cosas, en 1895 volvió a estallar la guerra, en plena minoría de edad de Alfonso XIII.
Asesinato de Antonio Canovas del Castillo en el balneario de Santa Águeda (Guipúzcoa), por el anarquista italiano Michele Angiolillo, 8 agosto 1897. (DP)
Al general Martínez-Campos le tocó dirigir las operaciones, y cruzó toda la isla con sus tropas, por entonces la abrumadora cifra de trescientos mil soldados desmoralizados, mal armados y en muchos casos enfermos. Pero los cubanos obtenían suministros y voluntarios de los Estados Unidos, estaban mejor preparados, altamente motivados y jugaban en casa; contraatacaron la retaguardia española con emboscadas que rápidamente se ocultaban en la manigua. Martínez-Campos se dio cuenta de que no podría ganar la guerra sin tomar medidas drásticas contra los civiles simpatizantes y dimitió. Cánovas decidió mandar entonces a un tipo hoy muy popular en Cuba, un general pequeñajo y bigotón con muy malas pulgas: Valeriano Weyler. Este pedazo de animal reagrupó a las tropas españolas y tuvo la feliz idea de dividir la isla abriendo trochas transversales de norte a sur, dotándolas de redes de torretas y blocaos que impedían el tránsito de la población. Los cubanos debían «reconcentrarse» en las áreas designadas a tal efecto. Sí, como suena, el visionario de Valeriano tiene el dudoso honor de inaugurar la infausta moda de los campos de concentración que tanto éxito tendrá en el siglo XX.
Obviamente la opinión pública internacional —sobre todo Estados Unidos— no se quedó quieta mirando. En mitad de un clima de agresivo imperialismo, con España sin un triste aliado debido a su «autismo» en política exterior y el comercio del azúcar colgando de un hilo, el gobierno del presidente McKinley pasó a decidir la intervención en la isla de una santa vez. Con fuerte apoyo de la opinión pública y una campaña de prensa que se hacía eco de los atropellos de Weyler (los reales y los inventados), los intereses económicos prevalecieron; los norteamericanos no podían permitirse más destrucciones en la isla, la paralización del comercio del azúcar y las pérdidas que conllevaba la incertidumbre en Wall Street, en vista de que España era inoperante para resolver el temita. Solo había dos finales posibles para impedir la entrada de los Estados Unidos en el conflicto y perder la isla: o se ganaba YA a guantazos (Cánovas), o se concedía YA la autonomía (Sagasta). Cánovas le puso la decisión a la regente María Cristina encima de la mesa y esta optó por la primera opción. Pero en verano de 1897 el líder conservador se tomó unas vacaciones en el balneario de Santa Águeda. Eternas, puesto que fue asesinado por un anarquista italiano, aunque de nuevo se sospecha de intereses cubanos. A Sagasta le tocó tragarse el sapo de la previsible crisis final y consumación del archifamoso desastre.
Asesinato de Antonio Canovas del Castillo en el balneario de Santa Águeda (Guipúzcoa), por el anarquista italiano Michele Angiolillo, 8 agosto 1897 |
La concesión de autonomía llegaba, otra vez, muy tarde. Estados Unidos tenía decidida la ocupación; en febrero de 1898 el Maine cumplía su «misión» de fabricar un casus belli estallando en el puerto de La Habana. En contra de lo que se suele creer, todos los políticos españoles eran perfectamente conscientes de que era imposible resistir a los norteamericanos y deseaban una rápida derrota lo más indolora posible. Tenían muchísimo miedo de que entregar la isla sin lucha desairase a los militares, así que perderla manu militari ante una superpotencia era una salida honrosa que no pondría al régimen de la Restauración en riesgo de caída. Los empresarios que tan furiosamente habían defendido no conceder ni el más mínimo cambio colocaron sus bienes lo mejor posible ante el previsible cambio político. La prensa y la Iglesia desataron una furibunda campaña patriotera tras la declaración de guerra de abril del 98, pero la respuesta popular no fue tan entusiasta. Al contrario, el español de a pie estaba hasta el moño de la guerra cubana, de ver a sus familiares morir o volver con enfermedades crónicas y del tremendo coste económico que soportaban; las derrotas fueron recibidas con indiferencia por la población. Tras una heroica e inútil resistencia de los famélicos campesinos de uniforme que defendían la isla, por los acuerdos de París, España reconocía a Cuba como Estado independiente, vendía a Estados Unidos las islas Filipinas por veinte millones de dólares y las Palaos, Carolinas y Marianas a Alemania por veinticinco millones de pesetas.
Tras el último acto de este drama que en definitiva padecieron en sus carnes las clases bajas españolas y cubanas, se abrió un lúgubre y desmesurado debate sobre el Desastre. Muchos políticos, intelectuales y escritores (Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Joaquín Costa, y un largo etcétera) hicieron gala de un pesimismo sin límites y se dedicaron a hablar en términos exagerados de la degeneración de España y de la necesidad de modernizarla, sanearla y ponerla bonita y reluciente. En el fondo la realidad no era tan fúnebre como pueda parecer: el sistema político de la Restauración sobrevivió intacto, e incluso se le dio un impulso con las reformas regeneracionistas. La crisis había comenzado mucho antes y no tenía que ver con Cuba, sino con el difícil encaje que tenían las fuerzas políticas emergentes como el obrerismo, los partidos al margen del sistema de turnos o los nacionalismos periféricos.
Cuba no fue arrebatada por los estadounidenses, sino por la avaricia inflexible de un grupo de sinvergüenzas que tenían en la isla su particular gallina de los huevos de oro, y la incapacidad de los gobiernos españoles para dar salida a las aspiraciones de unos súbditos que tampoco pedían más de lo que se disfrutaba en España o terminar con el penoso tráfico de seres humanos. ¿Los empresarios del lobby negrero? Pues después de forzar una abdicación, de estar detrás de nada menos que cuatro conflictos y posiblemente un par de magnicidios, cerraron el negocio de la trata y siguieron con sus otras actividades empresariales como si nada. A otra cosa mariposa. Mención de honor para la burguesía catalana, que tras la guerra decidió que Madrid no había hecho suficiente para defender sus intereses y se arrojó en brazos del catalanismo de la Lliga Regionalista. Nada nuevo bajo el sol.
*Tomado de Jotdown
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