Los buenos cocineros se adaptan a lo que tengan. El Ignacio Doménech del Manual legado por mi padre, fue el mismo que en 1941, a raíz de la destructora Guerra Civil Española y de la hambruna que se prolongó unos pocos años después, publicó su Manual de cocina de recursos, también conocido como “El recetario del hambre” considerado “el primer recetario culinario bélico”. En otro tiempo sous chef de Auguste Escoffier en el elegante Hotel Savoy de Londres, Doménech se encontró en Barcelona entre 1935 y 1937, en medio de la Guerra, y se acomodó a producir recetas posibles, más que deleitables. Fue el genio inventor de la “tortilla sin huevos”, y del “magnífico puré” elaborado con las despreciadas vainas –ya vacías- de guisantes, los “buñuelos de crisantemos al ron”, y los “girasoles rebozados”, así como los “pétalos de rosa con leche y miel”; se convierte así en el antecesor español de la impar cubana Nitza Villapol.
“Somos muchos los españoles que hemos tenido que sufrir esta guerra para darnos cuenta de que las flores y muchas plantas que se consideraban despreciables para comer se pueden transformar en buenos platitos”, reflexionaba melancólicamente Doménech.
Fue este intrépido combatiente contra la carestía, quien creó –con una mezcla de rabia, impotencia e ingenio- la manera de hacer una tortilla sin huevos, equivalente a aquella cabalística receta de Villapol de cómo freír un huevo en aceite... sin aceite, algo así como el silogismo que enloqueció a Alonso Quijano para convertirlo en Don Quijote: “la razón de la sinrazón que vuestra razón me hace...”
La heroica Nitza Villapol mantuvo contra viento y marea (muchas veces sin viento, ni marea, ni cosa alguna, ejemplo de las creativas mujeres cubanas), el programa no sólo más antiguo sino más homérico de la televisión cubana, la inolvidable “Cocina al minuto” -junto a su incondicional asistente y sous chef Margot Bacallao, recientemente fallecida a los 94 años de edad- y motivó que el genial dibujante y laborioso cineasta Constante Rapi Diego realizara su documental “Con pura magia satisfechos” (1983), quizá el primer testimonio fílmico dedicado a la cocina, antes que El festín de Babette (Suecia, 1987), Como agua para chocolate (México, 1992), Chocolat (Francia, 2000), Vatel (Francia, 2000) y Julie y Julia (Estados Unidos, 2009).
La guerra y la cocina están peleadas a muerte. La gastronomía es por excelencia un arte de la paz. Recuerdo en mi escuela primaria que las maestras nos contaban, entre los arduos sacrificios de nuestros heroicos guerreros libertarios, aquellos extremos que nos aterrorizaban a los niños: “Miren si nuestros mambises sufrieron por lograr la independencia, que ¡hasta comieron verdolaga y palmiche![1]”[2]. Muchos años después, sonreí con algo de cariñosa sorna hacia nuestros mambises cuando llegué a México y comprobé no sólo que la verdolaga se come, sino también las tunas y los nopales que crecen en los jardines cubanos.
[1] La verdolaga no necesita explicación, pues se encuentra profusamente en muchos países, donde consume con deleite. En Cuba, cuando quiere señalarse la abundancia de algo, suele decirse “crece más que la verdolaga”. El palmiche es un vocablo más cubano, que se refiere a los pequeños frutos que crecen en racimos en el tope de las palmas reales, muy semejantes a las bellotas, con los que se alimentan los cerdos en la isla.
[2] Vid. Ismael Sarmiento Ramírez, “Cultura material en el Ejército Libertador de Cuba (1868-1898)”. Del Caribe, Santiago de Cuba, Nº 35, 2001. pp. 95-109.
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