Por Alejandro González Acosta
Nuestro José Martí fue un ejemplo de beneficiario constante de mecenazgos, desde el Estado español hasta el humilde maestro de escuela: aun siendo un disidente político y un ex presidiario condenado, fue considerado sobre todo como un niño español, hijo de españoles (el padre era un probo funcionario colonial), y fue enviado a España en un “destierro dorado”, para estudiar en dos de las mejores universidades españolas, sin ninguna limitación política o ideológica. Después de padecer la dura experiencia de los trabajos forzados en las Canteras de San Lázaro y soportar una cadena en la cintura y el tobillo, sus padres obtuvieron que su pena fuera conmutada en unas condiciones comparativamente mucho más benévolas que quienes hoy se dicen sus herederos imponen a los opositores pacíficos. Ya en España, no padeció ni exclusión ni discriminación: estudió como un alumno hispano más, sujeto a las estrecheces comunes a muchos otros educandos nacidos en la Península. Su expediente escolar hoy en el Archivo Histórico de la Universidad de Zaragoza, muestra que varias veces fue exentado de trámites y pagos para facilitar su desenvolvimiento profesional. Esas condiciones tan benévolas serían equivalentes a una beca contemporánea, otorgada por la detestada metrópoli a un hijo descarriado.
Pero antes, cuando fue condenado al presidio por el delito de infidencia, con trabajos forzados cortando piedras en las Canteras de San Lázaro, hubo un español (catalán por más señas) quien, a ruegos de su madre, le tendió la mano protectora y bienhechora: Don José María Sardá tenía su casa precisamente en la esquina de las calles del Paseo de Isabel II y San Lázaro, y veía pasar cada día la cuerda de condenados camino a su fatigoso trabajo. Por sus compasivas gestiones, Sardá logró primero que lo trasladaran a un trabajo menos rudo, y luego obtuvo que lo enviaran a su hacienda de El Abra en la entonces Isla de Pinos, donde él y su esposa mulata lo trataron con todo el mimo y el cuidado de un hijo más. Además, fue Sardá quien recomendó decisivamente para que se le facilitara viajar a España y continuar sus estudios al hijo díscolo del modesto y honrado capitán pedáneo valenciano.
Finca El Abra |
España podía ser muy severa con sus hijos rebeldes, ya fueran nacidos en su territorio o en sus posesiones, pero también fue generosa y comprensiva en muchas ocasiones. Con ese gesto de acogerlo nuevamente en el redil se manifestaba el sentimiento paternal de tratarlo como un “hijo desobediente y descarriado”, necesitado de una suave reprensión para llevarlo de nuevo a lo que en esos tiempos más ingenuos se llamaba el “buen camino”.
Pero aún antes, el jovencito Martí había sido educado por Rafael María de Mendive, quien fue también su protector y proveedor como un padre atento, liberándolo de pagar cuotas y comprándole libros, tratándolo casi como un hijo, hasta verlo convertido en bachiller. Allí en ese mismo colegio conoció a su fraternal compañero Fermín Valdés Domínguez y su hermano Eusebio.
Estos dos jóvenes eran unos antiguos expósitos que todavía adolescentes habían sido adoptados por el ya jubilado Capellán Militar español en Guatemala, José Mariano Domínguez Salvajáuregui (1785-1879), quien les añadió el suyo al patronímico que habían recibido en la Real Casa de Maternidad (1687), o Casa de Beneficencia (1705), fundada a su vez por el gran mecenas el Obispo fray Jerónimo de Valdés (1659-1729) (otro ilustre benefactor quien también fue el impulsor de la Universidad de San Jerónimo de La Habana, y otorgó -además de techo, sustento y educación- su propio apellido para los niños allí abandonados), y al morir con 93 años les dejó una pequeña herencia a los hermanos Fermín y Eusebio, que compartieron generosamente en ocasiones con su amigo. Contando con el decisivo apoyo económico y personal de ese exmilitar español, Martí pudo subsistir sobriamente y realizar sus estudios en España, donde llegó también protegido y recomendado por otro español.
Después, ya en México, Martí se beneficiaría también con el mecenazgo de Manuel Mercado, importante funcionario del gobierno de Porfirio Díaz, quien consiguió alojamiento para su familia y ocupación a sus padres y poder así cubrir sus necesidades. Nunca se ha investigado si la actividad revolucionaria y anti-española del joven Martí tuvo algo que ver con la pérdida sucesiva de empleos de su padre como funcionario español, y que también lo arrastró al exilio en un país extraño, con el resto de su familia. Al menos, no existe algún reclamo de su sufrido padre al hijo en este sentido. Pero sí puede decirse que Martí fue subvencionado desde su infancia primero por Mendive (más tarde un autonomista) y Sardá (un español rico), luego en su juventud por los Valdés Domínguez (a su vez, sostenidos por el exmilitar español), y que estudió en dos de las mejores universidades españolas sin ninguna coerción ni limitación, y más tarde fue sostenido por el ministro porfirista Manuel Mercado; también fue aplaudido y modestamente socorrido por los humildes tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso, pero más y muy decisivamente por los ricos empresarios de la industria tabacalera como Vicente Martínez Ybor.
Si pretendemos ser al menos aceptablemente imparciales, debemos admitir el hecho que durante toda su vida y desde los primeros años, Martí recibió abundantes beneficios tanto de cubanos adinerados como de españoles acomodados en proporciones semejantes.
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