Monday, March 22, 2021

Raíces culturales de la comida cubana

Por Alejandro González Acosta

La cocina cubana criolla tiene dos fuentes fundadoras principales (a la cual se agregan otras después): la española y la africana; la española, en ella misma, es diversísima (integra ingredientes y modo de combinarlos iberos, cartagineses, romanos y árabes), pues resulta muy distinta la comida ibérica mediterránea, a la castellana, o la andaluza, o la galaico-asturiana; la africana es un poco más homogénea, pues los negros esclavos en la isla, provinieron de la brutal trata que los concentró sin diferenciarlos por sus orígenes tribales: congos, yorubas, mandingas y carabalíes perdieron su fisonomía individual y se agruparon en un conjunto de africanos, provenientes de las antiguas colonias españolas en África, como Dahomey, Sierra Leona y Nueva Guinea. Todavía está por hacerse una identificación precisa de sus orígenes nacionales y tribales. Pero otro rasgo que diferencia una y otra fuente es que la europea tiene nombres de autores, y la africana resulta lamentablemente anónima; desconocemos, por tanto, quién fue el primero que tuvo la feliz idea de freír en aceite un plátano maduro, o hacer un puré de malanga.


Por fortuna, la breve presencia de los ingleses en La Habana conquistada (1762-1763), no dejó ninguna huella apreciable en la culinaria nacional, pues sólo el más abnegado patriotismo de los británicos puede celebrar como comestible su propia gastronomía.

Es ese puchero bullente, se añaden elementos previos heredados de la población aborigen indígena insular (en realidad, todos los seres humanos somos “indígenas” de alguna parte), que eran descritos como taínos, siboneyes y guanajatabeyes –aunque esta clasificación está ya superada- a los cuales se agregan como ingredientes foráneos, elementos franceses desde el siglo XVIII cuando la Revolución de Haití obliga a migrar hacia Cuba a los hacendados galos y sus servidores domésticos, de la porción occidental de la antigua isla de La Española –influencia que se refuerza después cuando Francia es aclamada universalmente como la gran cultura europea del refinamiento y la elegancia- y ya para mediados del siglo XIX, los trabajadores chinos que fueron traídos a la isla en condiciones equivalentes a una esclavitud bajo contrato[1]. Cada uno de estos pueblos aportó sus viandas y sus paladares para irle dando forma a lo que finalmente resultó ser la cocina cubana actual, nacional y cosmopolita al mismo tiempo. En el caso de los chinos en La Habana, al parecer la primera “fonda de chinitos” fue fundada en 1858, en la esquina de las calles Zanja y Rayo, por Chung Long, y muy cerca de ahí, otro chino, Linsin Yin (Abraham Scull), abrió su “puesto de viandas y frutas” que era el referente de las comadres del barrio, quienes se referían al activo y pulcro asiático como “El Paisa”. La comunidad china en Cuba llegó a obtener por su esfuerzo y laboriosidad un gran prestigio y una economía muy próspera.

Intrigado por definir la esencia de la gastronomía cubana, hace años me surgió la idea del contraste: la mezcla armoniosa de lo opuesto, lo dulce y lo salado, la tierra con el mar... Aunque en la propia culinaria española ya se produce cierto amalgamamiento agridulce, proveniente de la herencia árabe[2], esto se acentúa en Cuba, pues la quintaesencia de la cubanía gastronómica es la combinación de lo contradictorio y es extensiva y común para todo el Caribe. Para mí la noción de “lo caribeño” está indisolublemente vinculada con la presencia de la caña de azúcar y del negro africano en América. Así, pues, para mi peculiar visión, “hay” Caribe lo mismo en New Orleans –con su jazz y su dulzona comida cajún- que en La Habana; en Veracruz como Puerto Rico, y en Mérida como en Maracaibo; pero también en Montevideo y en Lima, con sus danzas africanas de cajón y la comida salada-dulce, que se prueba los mismo en “La Bodeguita del Medio” de San Cristóbal de La Habana, que en “La Peña de Porfirio” en el Barrio de San Isidro de la Ciudad de los Reyes de Lima. Y, por supuesto, también “hay” Caribe en Guerrero y en Oaxaca, como reafirman con intensa vitalidad actual las comunidades de “El Ciruelo”, en la oaxaqueña Pinotepa Nacional, y “El Pitahayo” en la guerrerense Cuajinicuilapa, que capturara Tony Gleaton (1948-2015) en sus imágenes poderosas[3]. Por cierto, el plato típico de esta región, el caldo de machuco recuerda muy cercanamente el fufú cubano.

En América, donde hay caña de azúcar, hay negros y donde hay negros, hay Caribe. Y si existe una fragancia que une todo esto es, sin dudas, El olor de la guayaba. Por eso lo escogieron como título para su elegante pas de deux fraternal Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez, donde los dos colombianos trenzan y destrenzan sus recuerdos de infancia y juventud en esta que nunca fue entrevista como tal, sino intercambio de recuerdos entre ambos, evocados por uno y avalados por el otro. Esta seducción olfativa de la guayaba es recurrente y omnipresente, una de las fragancias inocultables: es el Chanel Nº 5 del Caribe. Y hasta da nombre a una prenda común para la Andalucía española y el Caribe americano: la guayabera, de inextricable historia; pero no fue casual que al recibir su Premio Nobel García Márquez vistiera una, que en Colombia y Venezuela recibe el nombre de liquiliqui (“¿por qué se vistió de cocinero El Gabo para recibir el premio?”, preguntaron las elegantes damas bogotanas a Plinio): El Gabo –guaba es el nombre latino del aromático fruto- iba envuelto en guayaba camino a la inmortalidad.

Ese contraste entre lo aparente y lo esencial, esa suma de lo opuesto en Cuba, la definió certeramente hace años Nicolás Guillén, cuando dijo:



Mi patria es dulce por fuera

y muy amarga por dentro;

mi patria es dulce por fuera,

con su verde primavera,

con su verde primavera,

y un sol de hiel en el centro.

La presencia o alusión a las frutas y otros manjares, es uno de los tópicos más antiguos de la literatura que toma como su centro a Cuba, lo mismo desde el Diario de Navegación del Almirante de la Mar Océana, que en La Florida (finales del siglo XVI) del franciscano andaluz fray Alonso Gregorio de Escobedo[4]; el Espejo de paciencia presuntamente escrito por el canario Silvestre de Balboa y Troya de Quesada, la Oda a la piña de Manuel Zequeira y Arango, La silva cubana de Manuel Justo Rubalcava, o los Ocios de Guantánamo del enigmático Dr. Creagh.

Y como contrapartida pictórica, la comida cubana ha estado también presente en los dueños de los pinceles: desde los infaltables bodegones clásicos de Juan Gil García (Madrid, 1876 – La Habana, 1932) presidiendo antiguamente el sitio de honor del comedor en muchas casas señoriales cubanas, hasta los vitrales frutales y luminosos de Amelia Peláez, las espesas ciudades barrocas de René Portocarrero donde casi se adivinan los vapores olorosos brotando de los fogones, las frutas de las “Gitanas tropicales” de Víctor Manuel, y el campo voluptuoso de Carlos Enríquez y sus mulatas raptadas, con formas de frutabomba (nunca “papaya”, por Dios).

Es imposible separar tratándose de comida y en especial la cubana, lo que se come de lo que se bebe: van junto con pegao, como se dice. Así pues, tengamos como sustento filosófico en cuenta que en la Summa teológica Santo Tomás de Aquino al hablar de los “pecados capitales” incluía a La gula, pero haciendo la fina distinción metafísica que “se trata de todo pecado cometido con la boca”, lo mismo por el mucho comer que por el beber descomedido, y aclaraba, él, quien era un gran comelón, que “sólo puede hablarse del pecado de gula cuando el pecador, inconsciente por su exceso, cae desmayado debajo de la mesa”. El Aquinate era hombre muy fornido y corpulento, aunque lo apodaran “Doctor Angélico”, de tal suerte que mandó sacar un pedazo circular de su mesa, donde acomodaba su vientre de tal suerte que NUNCA pudiera desplomarse bajo ella. Murió apenas a los 49 años y su cuerpo, “que olía a santidad”, fue devotamente despedazado en porciones, y para su conservación estas fueron cocidas en aceite hirviendo y enviadas a todos los conventos de la orden dominica, para venerarlos como reliquias. Algo parecido ocurrió después con Santa Teresa de Ávila. Es decir, este asunto de la cocina puede llegar hasta extremos curiosos cuando se combina con el misticismo. Todo lo que es pecaminosamente grato y pasa por la boca es, pues, Gula, sea por comer o beber.


[1] El primer cargamento de trabajadores chinos del que se tiene registro fue en 1847, en el Vapor “Oquendo”. Hasta 1874, se calcula que ingresaron 150 mil asiáticos provenientes sobre todo de Hong Kong, Macao y Taiwan, destinados principalmente a la explotación de la caña de azúcar y el café. Los contratos de estos coolíes o culíes, equivalían a la cesión de todos sus derechos individuales, por un tiempo determinado, en condiciones de auténtica esclavitud, donde la otra parte concertante garantizaba puntualmente las condiciones de vida, el vestuario, la alimentación y otros varios asuntos importantes. A finales del siglo XIX arribaron más de 5 mil chinos provenientes de California, donde ya habían terminado las obras del ferrocarril transoceánico.

[2] Así lo expone Dionisio Pérez Gutiérrez (quien utilizó el pseudónimo “Post Thebussem”), en su clásica Guía del buen comer español (1929). Pérez Gutiérrez (1872-1935) fue el primer gastrónomo en considerar como separadas las comidas regionales españolas. Vivió en Cuba en 1928, dictando conferencias y más tarde, exiliado, su hijo Rafael Pérez Lobo pasó a la isla donde tuvo una importancia presencia en la prensa y el mundo editorial.

[3] No es fortuito que hace algunos años existiera un movimiento para lograr la creación de un nuevo estado de la Federación Mexicana que se llamaría “Nueva África”, juntando cinco municipios de Guerrero y ocho de Oaxaca, con su capital en Cuajinicualapa.

[4] Posiblemente escrita a finales del siglo XVI, apareció publicada hace unos años íntegra y masivamente por primera vez: Alonso Gregorio de Escobedo, La Florida. Estudio y Edición anotada: Alexandra E. Sununu. Presentación: Raquel Chang-Rodríguez. New York, Academia Norteamericana de la Lengua Española, 2015. 758 pp. ISBN: 978.0.9903455-8-9.

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