Saturday, March 6, 2021

“Morir en la cruz todos los días”


Por Rafael E. Saumell


“En la cruz murió el hombre en un día: pero se ha de aprender a morir en la cruz todos los días”.
José Martí (Carta a Gonzalo de Quesada, 1 de abril, 1895).[1]





Reseña de Derribados, pero no vencidos. Ediciones Logos: Rosario, Argentina, 2020. 304pp., por Jorge Arrastía. 

La narrativa cubana de tema carcelario posterior a 1959 sigue creciendo y nunca ha dejado de hacerlo, sobre todo a partir de los años setenta del siglo anterior. El título en cuestión es solo uno de sus más recientes ejemplos. Desde Perromundo (1972), de Carlos Alberto Montaner, el número libros (testimonios, poemarios, estudios) no ha cesado de aumentar. Desde mediados de los ochenta, los nombres de Armando Valladares, Jorge Valls, Ernesto Díaz, Ángel Cuadra, Ana Lázara Rodríguez, Húber Matos, etc., alcanzaron merecida difusión y acogida entre los lectores familiarizados con la dictadura en vigor desde entonces.

Por cierto, Milho Montenegro, muy excepcionalmente desde La Habana y con el plan de publicarla allí, prepara una antología de poemas escritos en la cárcel durante las últimas seis décadas, por autores que cumplieron sentencias bien por enfrentarse al gobierno o por delitos cometidos contra la propiedad o las personas. En este sentido, debe decirse que hay un testimonio recogido, editado y publicado por Alfredo A. Ballester sobre un reo común: Memorias de Abecedario. Ex condenado a muerte y presidiario en Cuba (Miami: Editorial Voces de Hoy, 2011).

En el ámbito académico, los interesados pueden consultar la tesis doctoral Escritura entre rejas: literatura carcelaria cubana del siglo XX, de Ana Casado Fernández, Universidad Complutense de Madrid, 2016. Por otro lado, los investigadores Yannelys Aparicio y Ángel Esteban de la Universidad Internacional de La Rioja y la de Granada, respectivamente, tienen en prensa una edición comentada sobre Hombres sin mujer, la vida y la obra de Carlos Montenegro.

Asimismo, hay dos piezas cinematográficas que ya forman parte del canon carcelario: Conducta impropia (1984), de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal; y Nadie escuchaba (1987), de Néstor Almendros y Jorge Ulla. Para este año se espera el estreno de Plantados, dirigida por Lilo Villaplana, con guion de Ángel Santiesteban, Juan Manuel Cao y el propio Villaplana.

De esta manera el texto de Jorge Arrastía es parte de una tradición literaria, ensayística y fílmica que, por motivos de sobra conocidos, no circula libremente entre su público natural, vale decir, el radicado en la isla. El autor de este testimonio, nacido en la barriada de El Cerro, La Habana (1934), es un antiguo preso plantado (1964-1979), hoy residente en Miami, Florida.

Es graduado de la Academia Naval (1952), y sirvió como oficial de la Marina de Guerra antes de 1959. Participó en el plan inicial del levantamiento revolucionario del 5 de septiembre de 1957, protagonizado por sus compañeros del distrito naval de la ciudad de Cienfuegos. Durante los primeros meses del gobierno de Castro renunció a su cargo militar, pasó a la construcción de un hotel en Caonao, luego al Ministerio de Hacienda y, finalmente, fue empleado como profesor en la Escuela Superior de Pesca. El 16 de abril de 1964 resultó arrestado por conspiración, motivo por el cual lo condenaron a veinte años. Al principal encausado de su causa, Aurelio Martínez Ferro, lo pasaron por las armas. A Arrastía le llegó el indulto el trece de marzo de 1979. Salió de la isla el seis de abril de aquel año. Ha escrito cuatro poemarios y publicado algunos ensayos.

Gabriel Sánchez Zinny, el prologuista, nos da un resumen de la obra: “…es la historia de un hombre con ideales, amante de su patria, de su familia, de sus amigos y de la libertad, a quien en plena juventud y durante quince largos años de prisión por el régimen castrista todo le fue quitado, salvo su fe en Dios” (11). Igualmente agrega esta valoración: “con un estilo poético, que entremezcla el relato de los crudos episodios vividos con sus reflexiones espirituales, sin mostrar rencor y aun con buen humor…revela la profunda huella que la prisión …dejó en su alma” (11).

El instante decisivo para afianzar sus principios le llega en presidio cuando un amigo llamado Pepín le muestra lo que en la superficie parece ser un cuaderno escolar lleno de notas sobre geografía a historia del país. Sin embargo, mientras avanza en la lectura descubre que se trata no de un manual académico sino de las famosas meditaciones escritas por el sacerdote Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975), fundador de Opus Dei (1928), autor de un libro de consejos y meditaciones muy popular entre católicos (Camino, 1934), traducido a varios idiomas y editado cientos de veces. El efecto causado por el hallazgo y la lectura de ese texto lo resume Arrastía con estas palabras: “Aquel cuaderno, esa inquietud, marcarían mi vida para siempre” (59).

Para quienes pasaron por la cárcel San Carlos de la Cabaña, ubicada a la entrada de la bahía de La Habana, y fijan su atención en el diseño de la portada de Derribados, de inmediato se darán cuenta de que están viendo una imagen coloreada muy semejante a las galeras típicas de la tristemente célebre edificación colonial: más que celdas el ojo avisado ve cavernas húmedas, de escasa luz y mal ventiladas, donde sobreviven cientos de hombres que duermen en literas de tres y cuatro camas de altura.

El hacinamiento agrava los efectos del verano que allí es cruelmente húmedo y asfixiante; durante los inviernos y los días nublados se acentúan las penumbras y la sensación de vivir en una atmósfera helada, a pesar de que en Cuba hace un frío meramente tropical. Al recordar aquel lugar Arrastía señala a través del narrador: “En aquella fortaleza todos los tonos eran graves. Voces muy roncas. Gritos más roncos. Gargantas rudas. Acentos, inflexiones, maneras…Todos sombríos, profundos, abismales…Todo se acuesta grave, y grave se levanta” (99).

A la vez, asume el lugar desde diferentes perspectivas: “Celda, Monasterio, Prisión. Te lanzas en el uno: amor devorador, sublime, heroico. Te arrojan, en la otra, de ascos los odios. Y quedas dentro. Solo. Con tus entrañas…La diferencia la forjas tú, la esculpes, y te adueñas: creador, endiosado; o acaso verdugo de ti mismo, satanizado, porque lo quieres. Un Dios al que rechazas o te aferras” (15). A lo Gaston Bachelard se opinaría que, al mismo tiempo, es un “espacio amado” o “de hostilidad, del odio y del combate” (28-29)[2].

Le pregunté por el título y respondió: “Está tomado de un guerrero, de un Saulo heroico y pendenciero”. Luego incorpora una cita bíblica: “Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra. En mil maneras somos atribulados, pero no nos abatimos; en perplejidades, no nos desconcertamos; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no vencidos[3]; llevando siempre en el cuerpo la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte” (2 Corintios 4).[4]

¿Qué tiene en común Derribados… con sus antecedentes? Varios rasgos típicos: denuncia del sistema político, judicial y penitenciario, identificación de los abusos, torturas (físicas, psicológicas) y privaciones a las que fueron --y aún están sometidos-- los presos políticos de su generación y las actuales, la documentación minuciosa y verificable de violaciones de derechos humanos, individuales, sociales y económicos, la elaboración de una crónica contestataria y por ello en conflicto con la historia oficial de la revolución, la reafirmación de valores ideológicos y religiosos en un medio donde la intolerancia al pluralismo y a la fe son razones de estado.

¿En qué se distingue? En primer lugar, por el tratamiento del narrador a la representación y experiencia del dolor, físico, mental y moral, a partir de la fe religiosa. Lo logra de una manera que puede compararse con la forma de razonar y exponer de C.S. Lewis en El problema del dolor (1940)[5] y de Elie Wiesel en Night (1958)[6], uno cristiano, el otro judío. En el primer caso, Lewis utiliza una cita para adelantar el contexto y punto de vista predominante en su ensayo: “El Hijo de Dios sufrió hasta morir, no para que los hombres no sufrieran, sino para que sus sufrimientos pudieran ser como los Suyos” (George MacDonald, Unspoken Sermons. First Series).

Arrastía, en concordancia con Escrivá, Lewis y Wiesel, sin dudar de la bondad, de la omnipotencia y de la existencia de Dios por no impedir los tormentos y las ejecuciones llevadas a cabo por las autoridades, se sobrepone a las pruebas que le traen el encierro, el hambre, el repudio, los apremios y el exilio interior que implica toda pena de cárcel. La idea de que la persona está hecha a imagen y semejanza del Creador, implica también el conocimiento propio, en cuerpo y alma, de las estaciones de la cruz.

En esos términos se pronuncia Escrivá en Camino: “58. No estorbes la obra del Paráclito: únete a Cristo, para purificarte, y siente, con Él, los insultos, y los salivazos, y los bofetones…y las espinas, y el peso de la cruz…, y los hierros rompiendo tu carne, y las ansias de una muerte en desamparo… Y métete en el costado abierto de Nuestro Señor Jesús hasta hallar cobijo seguro en su llagado Corazón”.[7] De esas bases éticas, filosóficas y teológicas, Arrastía saca la fuerza moral y la convicción suficientes para resistir, salvar a otros y salvarse. En otras palabras, soporta todo “el dolor humano” posible.

En el capítulo “Sí, pero sufro” lo expresa claramente: “Absurdo separar a Dios del sufrimiento. Parece paradoja. Eso gritaban los fariseos al Cristo –un solo requisito, para ellos creer—bajarse de la cruz. ¡Cualquier cosa menos la cruz! La cruz molesta” (123). En una de las circulares de Isla de Pinos conoce al padre franciscano Fr. Miguel Ángel Loredo, condenado a quince años en 1964, porque las autoridades argumentaron que dio refugio en el Convento de San Francisco a Ángel Betancourt, ingeniero de vuelo de Cubana de Aviación, quien intentó desviar una aeronave comercial a los Estados Unidos. En el acto murieron el piloto y el custodio, el copiloto recibió heridas. De Fray Loredo cuenta: “Fue una gota de agua en el desierto: tuvimos misa, confesiones, bautizos y confirmaciones, entre un torrente de conversiones; la gente volvía” (148).[8]

Reparemos en la última oración: “la gente volvía”. En presidio, claro que el escepticismo en cuanto a la omnipotencia y la benevolencia de Dios puede reinar e imponerse entre algunos, de manera temporal o definitiva. Sin embargo, para Arrastía, la noción de un Dios presente en cada ser, lo reafirma en la certeza de que Él padece tanto como sus criaturas y las acompaña cada minuto. En Noche hay una ocasión en la cual los condenados son obligados a presenciar el ahorcamiento de un adolescente judío. Wiesel escucha a uno de los prisioneros preguntarse: “¿por qué Dios no impide este crimen?” Una voz le replica al incrédulo: “porque acaban de ahorcarlo”.

En la literatura cubana hay un texto precursor donde se barajan conceptos equivalentes. En El presidio político en Cuba (1871), Martí hace innumerables referencias a Dios. Lo llama providente, sinónimo de bien, confía en su existencia: “Presidio, Dios: ideas para mí tan cercanas como el inmenso sufrimiento y el eterno bien. Sufrir es quizás gozar” (17).[9]

Dos párrafos más adelante, invoca un principio ético que inherente a la narrativa del presidio. El testigo que narra no debe de hablar solo de sí, también de quienes no han tenido voz y también agonizaron: “Pero otros sufrían como yo, otros sufrían más que yo. Y yo no he venido aquí a cantar el poema íntimo de mis luchas y mis horas de Dios. Yo no soy aquí más que un grillo que no se rompe entre otros mil que no se han roto tampoco. Yo no soy aquí más que una gota de sangre caliente, en un montón de sangre coagulada” (17-18).

Más de una vez, el narrador exclama: “Nunca estuve [antes de estar preso], he estado, ni estaré mientras aliente, más cerca de Dios” (16). ¿Por qué? Porque es una elección y un compromiso. La celda puede ser la de una prisión o la de un monasterio, de amor o de ascos, como señaló arriba. Meridianamente dice: “La fe es dignidad y es hombría. Es hoy, es el ayer, es el mañana, es tiempo y es espacio, es galanura; es ángel que te trepa al monte erguido para que en firmeza constates que existen horizontes que se mueven cada vez, que al estirarte creces si atinas a encumbrarte a puro filo de la espada” (CP).

Ese comportamiento lo convirtió en preso plantado. Significa que rechazó vestir un uniforme similar al de los delincuentes, o sea quitarse el de color amarillo de los políticos para llevar el azul de los comunes. No admitió dejarse reeducar -por adoctrinar-, se abstuvo de sumarse a los trabajos forzados. En el capítulo “Del amarillo al azul o a un corto blanco” (171-173) informa: “A los que no aceptaban el uniforme azul los encerraban en galeras separadas, flamantemente desvestidos con los blancos calzoncillos de dos patas, tu toalla, tu jarrito y tu cuchara” (172).

El castigo de los guardias consistió en aislarlos del resto de los reclusos, los incomunicaron. Arrastía y sus compañeros pasaron una buena cantidad de años bajo esas circunstancias, en diferentes establecimientos a lo largo y ancho de la isla. En otro documento indica: “Perdí, honestamente, la cuenta, del número de prisiones en que me encerraron. Estuve en todas las provincias, menos en Las Villas y en Oriente. Entre las más sombríamente famosas: La Cabaña, las Circulares de Isla de Pinos (cuatro enormes edificios atestados con millares de presos), Kilo 7, y el llamado Combinado del Este” (CP).

En Veinte años y cuarenta días (1988), Jorge Valls también describe el momento del cambio de uniformes, las consecuencias de rechazar el azul: “Nos prohibieron las visitas, el correo (tanto enviarlo como recibirlo), la luz del sol, libros o cualquier material impreso, contacto con otras galeras, etc. Solo nos prestaban atención médica en casos de emergencia. Éramos trogloditas desnudos en una caverna del siglo XX” (62).[10]

Hacia el final del libro, bajo el subtítulo “¿Miedo?” (245-246), Arrastía enfatiza cómo su fe lo sostuvo para poder superar tantas privaciones: “Recordé mi primera noche en Seguridad del Estado con los zapatos como almohada y mi sueño profundo…La suerte estaba echada. Es cierto que se movía la barca, que había tempestad y la mar se encrespaba; pero en la popa, cabeza en cabezal, dormía Él” (246). Ante esta declaración me vino a la mente lo dicho por Lewis en la última frase del “Apéndice” incluido en el ensayo discutido previamente: “El dolor proporciona una oportunidad al heroísmo; la oportunidad es tomada con sorprendente frecuencia”.




[1] Se considera que esta carta es el testamento literario del autor. Ver Obras escogidas en tres tomos. Tomo III. Noviembre 1891-mayo 1895. La Habana, Editorial Política, 1981: 484-487 pp.

[2] La poética del espacio. Colombia: Fondo de Cultura Económica, 1993.

[3] Mi énfasis en itálicas.

[4] Comunicación personal de J. Arrastía para este trabajo. En lo adelante, la identificaré con las letras CP entre paréntesis, cada vez que la mencione entre comillas.

[5] Traducción de Susana Bunster. http://bibliotecadigital.tamaulipas.gob.mx/archivos/descargas/0669f127a_Lewis,%20C.%20S.%20-%20El%20Problema%20del%20Dolor.pdf

[6] Translated from the French by Marion Wiesel. New York: Hill and Wang, 2016. PDF.

[7] Madrid: Editorial Rialp, S.A., 1939. PDF.

[8] Loredo, Fray Miguel Ángel. Después del silencio. Entrevistado por Nicolás Pérez Diez-Argüelles. Miami: Ediciones Universal, 1988.

[9] Publicado por la Comisión Nacional Organizadora de los Actos y Ediciones del Centenario y del Monumento de Martí. La Habana: Impresora Mundial, S.A., 1953.

[10] Madrid: Ediciones Encuentro, 1988. Traducción del original en inglés por María Mercedes Lucini

Twenty Years and Forty Days. Life in a Cuban Prison.

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